DESDE EL TRAGALUZ - Primeros capítulos

Sinopsis

Tras perder a su hija en un accidente en la nieve, Johana Castell pone fin a su matrimonio y vive enclaustrada en su casa sin más compañía que sus pinturas y recuerdos. Pero no logrará la paz que desea, pues sufrirá el acoso constante de Fernando, su ex marido, quien luchará por todos los medios para hacerla volver. 
Todo cambiará con la llegada de Dima, un hombre venido de lejos, conocedor de un horrendo secreto que hará que la vida de Johana ya no vuelva a ser la misma.
Ni Johana ni Dima serán conscientes de hacia dónde les llevará la magnitud de aquel misterio, un entramado de engaños, perfidia y violencia que los unirá a ambos para siempre.
¿Qué oculta Dima? ¿Qué lo unirá a Johana? ¿Pueden dos caminos cruzarse sin tocarse?  
          

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

                                                                      
Rodando ladera abajo y en caída libre, Johana se convirtió en un trozo de hielo más arrastrado por la avalancha. Giraba como dentro de una licuadora, ensordecida por el ruido atronador de la montaña al desmenuzarse. Gritó, pero la voz de la naturaleza era más fuerte, no había de dónde agarrarse y a merced de aquella fuerza devastadora, sabía que su cuerpo reventaría en cualquier momento. Entonces, con un parón brusco, dejó de rodar y el tiempo, como ella, se quedó congelado. Su cuerpo, magullado y tembloroso, yacía aprisionado bajo una capa de gruesa nieve que le aplastaba el pecho como cemento, impidiéndole toda forma de movimiento.
El ruido había cesado, pero no sabía si era peor, pues ahora todo era silencio en aquel nicho de hielo. Intentó gritar, pero sus cuerdas vocales parecían silenciadas, rotas a causa de la tensión y el pánico, el dolor ganaba terreno, el aire se agotaba… Sólo fueron cinco minutos; cinco, como los años de Lucía, su hija, cuya imagen no se apartaba de su mente, cinco, a la espera de ser rescatada, sin saber si vendrían, si seguiría formando parte de este mundo, sólo cinco, pero más que suficientes para que su vida quedara partida para siempre.


–¿Johana, me oyes? ¿Johana? –pausa–. Te has vuelto a ausentar.
Ella reenfocó la mirada, los recuerdos se diluyeron en la realidad y su mente encajó el presente; el frío, el dolor y el miedo desaparecieron y volvía a estar cómodamente sentada en la consulta de su psiquiatra, el doctor Teruel. Sus grandes ojos oscuros se dirigieron nuevamente hacia el médico.
–Lo siento. No recuerdo lo que me ha preguntado –contestó flemática.
–Deseaba saber si has vuelto a soñar con la nieve.
–No. Desde que salí de la clínica, sólo pienso en ella algunas veces.
–Al llegar hoy a la consulta dijiste que querías decirme algo, ¿qué era?
Johana suspiró, torció la boca con fastidio y volvió a mirarle fijamente.
–Creo que ya estoy lista para seguir sola. Quiero dejar la terapia.
–Sabes que aún no es el momento, no estás preparada para…
–¿Para qué no estoy preparada? –le interrumpió ella abruptamente–. ¿Para retomar mi vida como una adulta? ¿Sigo siendo una trastornada?
–No es eso…
–¿Para qué no estoy preparada, entonces? –insistió, exasperada, tamborileando con los dedos sobre el brazo de la silla–. ¿Para aceptar que casi muero bajo una capa de nieve y de que perdí a mi hija en un alud? –Johana emitió un leve sollozo que fue casi imperceptible–. Estaba sólo a unos metros de ella, sólo a unos metros cuando estalló la avalancha, intenté agarrarla, extendí los brazos, me lancé sobre Lucía para cubrirla con mi cuerpo, pero no pude alcanzarla; cuando quise darme cuenta, la montaña se me había echado encima.
El doctor Teruel agitó la cabeza levemente en un gesto de negación.
–Ya hemos hablado de eso, Johana, y mi respuesta por ahora es que necesitarás de esta terapia un tiempo más. No hay más que oírte para que uno se dé cuenta de que hay todavía ciertos puntos que no has conseguido superar –sentenció con tono suave, pero contundente–. ¿Qué tal duermes?
–Sin problemas –contestó ella esquivando sus ojos, sabía que no debía mentirle a su médico, pero lo que menos deseaba era que Teruel la sepultara bajo cajas de tranquilizantes y antidepresivos. Buscaba desesperadamente una salida de aquel hoyo, pero para ella, ésta no consistía en anular sus sentidos y dormir todo el tiempo.
–Dime, ¿cómo llevas lo de vivir sola en tu nueva casa? He oído que es bastante grande.
La paciente resopló y se dejó caer sobre su silla.
–Tiene tres plantas. Fernando y yo la compramos poco antes del accidente. Habíamos planeado dejar nuestro antiguo piso de la calle Costa Brava por algo más espacioso para Lucía, una casa unifamiliar con jardín. –Calló, cerró los ojos y se pasó una mano por la frente; luego prosiguió–: Está aquí mismo, en Mirasierra, a quince minutos andando, queríamos algo cerca del hospital, pero nunca llegamos a estrenarla. Ahora que Fernando y yo nos hemos separado, él está viviendo en el piso y yo me he mudado a la casa. Agustín Ferrer, mi abogado, está intentando llegar a un buen acuerdo con él y así poder quedármela; a fin de cuentas, la mayor parte del dinero la aporté yo. Además, no me veo viviendo en otro sitio, amo esa casa y poco a poco la estoy convirtiendo en mi nuevo hogar. Pero bueno, eso ya se lo habrá contado él.
–¿Qué ocurre con el jardín? –preguntó Teruel con repentino interés.
–¡Vaya! ¡Sabía que saldría el tema en cualquier momento! ¿Quién ha sido? ¿Fernando o mi madre? ¿Le han dicho también que a menudo me dejo alguna luz encendida o de que me he olvidado las llaves dentro en dos ocasiones? –exclamó la paciente soltando una risa ácida–. Imagino que le habrán contado lo de las ventanas, ¿no? Pues déjeme que se lo confirme: es cierto, he tapado todas las ventanas y puertas que dan al jardín con papel de embalar.
–Sí, algo he oído –sonrió él sin sorprenderse–. ¿Pero por qué has hecho una cosa así? ¿Qué hay de malo en…?
–Porque es un jardín muerto –volvió a cortarle ella con creciente malhumor–. Está sin cultivar, es un simple trozo de tierra abandonado y cercado por muros. En él sólo hay un cobertizo con sacos de abono, herramientas y un montón de sueños rotos. No deseo verlo nunca más. Puede que haga construir más habitaciones en esa zona de la casa.
–¿Lucía? ¿Acaso era ése su jardín?
–Así es –contestó recuperando la serenidad y sin apenas moverse–. Era nuestro jardín, íbamos a plantar rosas, a decorarlo con gnomos, a ponerle un columpio, ya sabe, todo eso que hace la gente. Estamos en marzo, la primavera pronto llegará, de no haber ocurrido aquello… Aún era pequeña, pero soñaba con verlo florecer.
Hubo una pausa y Johana volvió a perderse en el océano insondable de su mente.
–Háblame de tu carrera. ¿Has considerado volver a ejercer?
–No me lo he planteado siquiera.
–¿Por qué no? Tienes treinta y cinco años, tienes mucho que aportar.
–Ya no tengo motivación. Dejé la medicina hace dos años, cuando murió mi hija.
–Aquí en el hospital aún se te recuerda como una buena cirujana. Si tu padre viviera estaría…
–Usted lo ha dicho, si viviera, pero ya no vive, ya no está aquí, como muchos otros –replicó ella con sequedad y echando por tierra un nuevo intento de Teruel por mantener una conversación más fluida.
Él guardó silencio, sus cejas, grises y tupidas, enmarcaban una expresión grave y atenta.
–Johana –dijo entonces retomando la sesión–, vamos a ir con calma. Has vivido quizás demasiadas cosas lamentables en estos dos años. La tragedia en los Pirineos, los días en los que desapareciste sin dar explicaciones, la temporada en la clínica de reposo, tu separación y ahora esta mudanza tan repentina. Apenas llevas un mes viviendo en tu nueva casa. Son demasiadas emociones, y aunque sabes que no es de mi agradado que vivas sola, sé que puedes hacerlo y comprendo tu necesidad de independencia y de volverte a encontrar a ti misma.
–No estoy sola.
–¿A qué te refieres? –preguntó el doctor frunciendo el entrecejo.
Los ojos de Johana se tornaron súbitamente soñadores.
–En esa casa me siento acompañada. Noto como si estuviera llena de energía, un aura cálida que me protege y me hace desear vivir a pesar de todo.
–¿Te refieres al recuerdo de tu hija?
–Es como si estuviera allí… –susurró melosa, hablando para sí misma, ignorando por un momento la presencia del médico–. No sabría cómo definirlo, una presencia, tal vez un ángel que ha venido a acompañarme y a quedarse junto a mí para siempre.


Capítulo 2


Tras la consulta con el doctor Teruel, Johana se marchó directa a casa. Eran apenas las seis y media, pero no tenía cuerpo para nada más aquel día. Paseaba sin prisa, recreándose en la idea de un baño caliente para después sumergirse en su taller de pintura y perderse entre pinceles, tubos de colores y el lienzo en el que trabajaba.
El atardecer sereno se dejaba sentir más cálido cada vez, anunciando tímidamente la llegada de la primavera.
A paso lento y despreocupado, tardó unos veinte minutos en llegar a una calle residencial surcada por chalés a ambos lados y cubierta por una bóveda de árboles descarnados en espera de sus nuevas hojas.
Se detuvo frente a una muralla de piedra blanca y un gran portón de acero. Junto a él, otra puerta más pequeña, también de acero, y un buzón plateado. Johana consultó su correspondencia, y entre un fajo de cartas de publicidad y la factura de la compañía eléctrica, encontró un sobre tamaño folio con su nombre. Hizo una mueca de fastidio y lo abrió con desgana. Era una revista en cuya portada aparecía la fotografía de un amplio recinto decorado con luces doradas.
“Hospital Castell, 25 años ofreciendo lo mejor de nosotros”
Johana la ojeó, en su interior había una nota escrita a mano:

Aquí te mando un ejemplar de la revista que está publicitando el aniversario del Castell. Espero que te parezca bien. La empresa de eventos lo tiene todo preparado, será el 28 de mayo, aún faltan casi tres meses, pero es bueno que te vayas haciendo a la idea. ¡No puedes faltar! A fin de cuentas, es el hospital de tu padre.
Te veo pronto.
Teresa

Una vez consultado el correo, abrió la puerta pequeña y entró en la propiedad. Una amplia y cuidada planicie de césped artificial apareció ante ella; bajo sus pies, un sendero de adoquines conducía a una moderna vivienda de tres plantas y paredes blancas rodeada por muros, que, bajo la luz nocturna, recordaba a una fortaleza aislada del resto del vecindario. Johana emprendió el camino de piedra hasta el portal. Allí, un arco cubierto por una frondosa hiedra sintética encuadraba toda la puerta principal creando un efecto de cascada verde y natural. Entró en casa y una cálida soledad la envolvió; sin encender la luz, fue hacia el salón, se echó en el sofá y se dejó llevar por la melodía del silencio.
El mundo era tan controlable en aquella casa, cada uno de sus rincones había sido explorado por ella y por Lucía poco después de comprarla. Johana cerraba los ojos y escuchaba las risas de la niña, sus canciones y algarabías en el desierto jardín.
“Quiero rosas, mamá.”
Un recuerdo fugaz quebró el presente. Abrió los ojos, el pasado se desvaneció y Johana regresó al ahora, al salón sin luz, y a su corazón latiendo penosamente.


Desde su habitación, ubicada en la primera planta y tras disfrutar de su anhelado baño caliente, escuchó las ruidosas campanadas del reloj de pared del salón anunciando la hora de la medicación.
“Toca la cena y con ella la pastilla. ¡Más bromazepan! ¡Qué remedio!”
Arrastrando las zapatillas bajó hasta la planta baja, cruzó el salón y llegó hasta la cocina. Una vez allí, abrió el frigorífico y ojeó rápidamente las opciones.
–¡Ya tengo que hacer la compra otra vez! No sé cómo me las arreglo para que se me acabe casi todo en menos de una semana, ¡ni que me pasara el día comiendo! –resopló volviendo a su malhumor de la tarde al tiempo que tomaba un poco de queso para untar sin mucho entusiasmo.
Sacó un paquete de pan de un armario de la cocina y se hizo un sándwich que comió a mordiscos pequeños hasta dejarlo por la mitad, lo justo para no tomar la medicación con el estómago vacío; y en ello estaba, cuando el repentino timbrar del teléfono la hizo atragantarse con el agua y casi devolver la pastilla.
–¡Maldita sea! ¡¿Por qué no se van todos a la porra?!
Tras cinco tonos sin respuesta, saltó el contestador automático y se escuchó un mensaje:
“¿Es que se te ha olvidado que tienes una madre? Johana, me tienes preocupada, te he llamado varias veces y me salta el buzón de voz. Hija, vuelve con tu marido, no es bueno que vivas sola. Tienes que salir de esa casa o te harás más daño. ¡Llámame, por favor!”.
Se acercó al contestador, en la pequeña y oscura pantalla parpadeaba la señal de un segundo mensaje. Pulsó el botón de reproducción y dejó que el aparato se liberara:
“Señora Castell, soy Laura Romero, de la floristería Detalles. Le comento que nuestro proveedor ya nos envió el catálogo de rosas para decorar el mausoleo del que nos habló.
Tan pronto elija las que desea y formalice su encargo, se las enviaríamos en pequeñas macetas de plástico para trasplantar a finales de este mes.
Le ofrecemos una gran gama de variedades y colores, pero como le recomendé, las mejores son las floribundas”.
Impasible, Johana apenas movió una ceja, recogió la mesa, se lavó los dientes y se encerró en su taller.
Como el salón y la cocina, éste también pertenecía a la planta baja, formaba parte del ala oeste de la casa y contaba con puertas y ventanales que daban al frustrado jardín de Johana, un terreno vacío y rodeado por muros de piedra,  que al igual que el resto de la vivienda, quedaba aislado del vecindario. Sin embargo, ahora también permanecía oculto al interior de la casa por el horrible papel de embalar con el que la misma Johana había cubierto todas las ventanas y puertas con acceso a él. Así, la habitación se mantenía cerrada casi todo el tiempo, a excepción de las horas en las que le apetecía pintar, actividad que siempre realizaba a la luz de las velas.
Desde pequeña se había sentido inclinada hacia el dibujo, le encantaba plasmar sobre el  papel  las formas y trazos que para ella representaban su realidad. Dibujaba por instinto, por puro placer: una ventana, un gato, una hermosa lámpara de araña, la serena superficie del mar… Todo lo que captara la atención de aquella niña de largas pestañas y grandes ojos oscuros era reproducido en su blog de dibujo. Después, en las fronteras de la adolescencia, se interesó por las personas, sus gestos, sus sentimientos, sus experiencias... La jovencísima Johana se convirtió en una excelente retratista de emociones, una suerte de “dibujante de energías” como la llegó a llamar su padre en alguna ocasión. Con el carboncillo aprendió a reflejar la forma más primitiva de las cosas, su pureza, la primera sensación de algo o de alguien que hubiera capturado de forma impetuosa su interés. Johana cazaba aquella idea y la dibujaba rápidamente haciéndola suya, convirtiéndola en su interpretación personal, su obra, para regocijarse después en el placer de verla creada.
Más adelante, descubrió la belleza de la pintura, probó con la acuarela y con el acrílico, pero sin duda se dejó encandilar por brillantez del óleo. Una técnica que por su maleabilidad le permitía corregir si cometía algún error, “me da segundas oportunidades”, solía bromear con sus compañeros de taller en referencia a sus pinturas. Le encantaba su cremosidad, su capacidad inspiradora, la viveza de su colorido. De esa forma, si con el carboncillo Johana cristalizaba el alma de las cosas, fue gracias a la pintura como consiguió dotarla de color. En definitiva, aquel arte había nacido con ella y en varias ocasiones se dijo a sí misma que, de no haber sido médico, se habría convertido en pintora. Era una buena cirujana, amaba la medicina como su padre, pero existía en ella una sensibilidad especial a la hora de interpretar la vida y de la que la gran mayoría carecía. Aquella parcela de sí misma se negaba a quedar relegada en su subconsciente, por lo que Johana la canalizó a través de la pintura.
Con la pérdida de su hija, su parte práctica desapareció, Johana se encerró en sí misma y se dejó devorar sin resistencias por la artista.


A tientas escogió uno de los velones perfumados que había sobre una mesita auxiliar y lo encendió. Al momento las sombras se desvanecieron dejando ver las siluetas de algunos muebles, figuras y jarrones de cristal y lo que parecían cuadros arrinconados en una esquina. En el centro de la estancia, un caballete con un lienzo a medio pintar. Los efectos aromáticos de la vela pronto se dejaron sentir, y poco a poco, un dulce olor a miel lo invadió todo. Johana se acercó al lienzo y lo miró con atención, era un jardín florido, surcado por hileras de grandes rosales blancos y rojos todos en flor. Sin embargo, el cuadro aún no estaba terminado, pues tan sólo la mitad del lienzo aparecía trabajada, la otra en cambio seguía en blanco, intocable.
“Está seco ya”, pensó, y un instante después, lo tomó entre sus manos y lo colocó junto con el resto de cuadros apiñados en una esquina. Luego se dirigió al otro extremo de la habitación perdiéndose entre la oscuridad para reaparecer con un lienzo virgen; lo colocó en el soporte, tomó paleta y pincel y comenzó de nuevo.



Capítulo 3


Diez días antes.
En la estancia de paredes grises y a media luz, se respiraba una envolvente paz. El silencio emergía de cada rincón mezclándose con una inquietante sensación de acabamiento.
 Olía a éter.
Dima consiguió por fin abrir los ojos, su mirada celeste, ligeramente rasgada, estaba pegada a aquel techo de escayola de color hueso, no había nada de especial en él, pero su mente se mostraba demasiado perezosa como para cambiar hacia otro objetivo y dejar de contemplarlo. Entonces se dio cuenta de que apenas podía mover la cabeza.
Estaba tendido sobre una superficie acolchada, una cama suave y espumosa o por lo menos eso fue lo que se le figuró. Parpadeó un par de veces para después mover las cuencas de un lado a otro, fue así como consiguió desclavar los ojos del techo y dar con la única fuente de luz de la habitación, una especie de pantalla, un cuadro grande como una pizarra iluminado por una luz en su interior.  A lo lejos divisó lo que parecían fotos pegadas sobre aquella superficie y le recordó las visitas al médico cuando tenía que llevar a su madre a la ciudad para hacerse ver los pulmones.
“Lo siento señor Koval, pero a su madre no le queda mucho tiempo, puede que uno seis meses, así que hágale la vida lo más placentera posible porque ya sólo resta esperar.”
Cerró los ojos ante aquel recuerdo sin poder evitar una punzada lastimándole el pecho.
“Es una pantalla para ver radiografías”, pensó.
Con gran alivio, notó que por fin podía mover la cabeza, la levantó poco a poco y confirmó que sus sospechas eran ciertas, yacía sobre una especie de camilla plegable de superficie almohadillada y estructura de aluminio.
Su cuerpo era independiente de su mente, se notaba pesado, terriblemente pesado, sin apenas energía para moverse, como si tuviera atado sendos bloques de cemento a las cuatro extremidades y se imaginó a sí mismo como una sola masa, un gran cuerpo de metro noventa hecho de piedra inerte.
Quiso levantarse, pero una nausea repentina le sacudió el estómago y tuvo que volver a la posición inicial, cerró los ojos, respiró hondo y cuando intuyó que el mundo volvía a detenerse lo volvió a intentar. Levantó la cabeza con cuidado, se incorporó muy despacio y consiguió sentarse por fin. En ese momento se dio cuenta de que estaba descalzo. Sus brazos al menos volvían a obedecerle, logró girarse y sacar las piernas de la camilla para colocarlas después en el suelo. Sus manos se aferraron con firmeza a la superficie mullida de aquella cama y por un momento, ahí sentado, se vio a sí mismo como suspendido en el aire, mirando hacia el horizonte que era el otro extremo de la habitación, iluminada por el débil reflejo del negatoscopio. Fijó sus ojos en aquel rincón y distinguió otra camilla.
–¿Nikolái? –musitó notando el paladar extremadamente seco y amargo.
Dima agachó la cabeza, ahora sus piernas tenían que hacerle caso, su pelo largo, por debajo de la nuca, le cayó caprichosamente sobre la cara nublándole la visión por un momento.
“¿Qué nos han hecho?”
Recordó que hacía unas horas habían llegado a aquella casa en medio del campo. El recorrido se le había hecho interminable, casi cuatro mil kilómetros desde su Ucrania natal para poder entrar en España.
Nikolái era el mejor informado de los dos, conocía todos los pormenores de aquella aventura, pero a Dima le había quedado claro que el plan consistía en entrar ilegalmente a través de un camión dotado de un compartimento oculto en el que él y Nikolái serían infiltrados. El camión transportaría cereales desde la frontera con Moldavia. Había sido un viaje extremadamente duro, cuarenta horas sin poder apenas moverse ni cambiar de postura, sin comer ni beber casi nada para no tener que parar más que un par de veces. Dima era de contextura fuerte y atlética, pero aun así, el desgaste físico y mental había sido brutal. Sólo esperaba que aquel sacrificado viaje de verdad mereciera la pena. Nikolái le había asegurado que cuando llegaran a Madrid, después de recuperarse, les proporcionarían documentación falsa para poder moverse por el país sin tener problemas con la policía. Después, se marcharían al norte de España, a un lugar llamado Bilbao, en donde Nikolái tenía un conocido. Tan pronto les dieran sus papeles irían a buscarle, y una vez allí, él sin duda les ayudaría a comenzar una nueva vida. Todo saldría bien, cada paso estaba minuciosamente planeado desde hacía meses. Llevaban mucho tiempo esperando, incluso se habían sometido a varias pruebas médicas en las que, entre otras cosas, les habían analizado el tipo de sangre.
Desde Ucrania les advirtieron de que las condiciones del viaje eran sumamente extenuantes, por lo que querían asegurarse de que aguantarían y de que nadie muriera por el camino. No deseaban problemas, esto era un negocio en el que ninguna de las partes debía perjudicar a la otra. Sí, sin duda se habían tenido en cuenta muchos detalles, eran profesionales, no era la primera vez que lo hacían. Los documentos serían perfectos, tal y como les prometieron y sin ningún defecto, el precio lo ameritaba; después de todo, se habían dejado casi todos sus ahorros en ellos.
Les habían llegado rumores de que España se encontraba en una terrible crisis económica y que el trabajo escaseaba, pero seguro que sería mejor que en Ucrania. Allí las cosas se estaban poniendo cada vez más crudas. Desde noviembre, el país se había quebrado y la violencia desatado, no existía entendimiento entre las partes, las mentes se dividían, unas pertenecían al este y otras al oeste, y algunos, como Dima, hasta llegado aquel momento, ni siquiera sabían que habían de decidirse por uno u otro bando. No se veía una solución clara ni rápida para su país, y como colofón estaba ahora el conflicto con Rusia por Crimea, justo donde él había vivido los últimos ocho años. Pero por encima de todo eso, a él ya tampoco le quedaba nada ni nadie por quién quedarse a luchar ni por quién volver. A sus treinta y cinco años, sabía que aún era joven, tenía tiempo de empezar de nuevo, de construirse una vida desde los cimientos. Asimismo, si en España las cosas se ponían feas, con sus papeles falsos, pero perfectos, siempre podría marcharse a otro país de la Unión Europea. Sin duda aquella nueva identidad funcionaría como una llave maestra abriendo las fronteras de un mar lleno de posibilidades para él y para Nikolái.
La peor parte había pasado ya, el viaje en aquel ataúd-compartimento justo encima de las gigantescas ruedas del camión, los nervios, los interminables kilómetros, tantos idiomas distintos a lo largo del camino…
Habían llegado deshidratados a aquella casa, hambrientos y tras casi dos días sin comer, les costaba tenerse en pie.
Nada más entrar, a Dima se le hizo la boca agua; un suculento olor a comida impregnó el aire dejándose sentir por todas partes, comida rápida: hamburguesas, patatas fritas, pollo… Entonces apareció ante ellos un muchacho moreno, con el pelo cortado a cepillo, vestido con un chándal negro y que hablaba su lengua con un fuerte acento.
Les dijo que primero pasarían a un área especial para asearse y que de allí pronto les conducirían al comedor. A pesar del agotamiento, Nikolái estaba eufórico, su rostro juvenil y vivaz lucía tremendamente enflaquecido, pero no había perdido ni un ápice de aquel aire pícaro y burlón que le había granjeado su buena fama con las mujeres. Sus amigos le llamaban Cupido por su cara de niño y su pelo rubio ensortijado.
–¡Esto es España! ¿Qué temperatura hará? ¿Unos cálidos diez grados a finales de febrero? –bromeó hendiendo una gran sonrisa.
–Tenemos un agujero del tamaño del planeta en el estómago y tú todavía tienes ganas de hacer el tonto –dijo Dima dándole una palmadita en el hombro.
–Así es como me gusta la vida, mi querido Dimitro, hay que reírse siempre que se pueda, hay que tratar de buscar lo divertido. Además, con tantas horas sin moverme ni hablar, me entró el pánico de volverme como tú… y yo aún no tengo los treinta –replicó soltando una graciosa risotada.
Los condujeron a una zona de aseo con una hilera de duchas en donde les proporcionaron toallas, champú, ropa limpia y calzado. Dima, debido a su gran estatura, tuvo recelos de dejar su antigua ropa por la nueva, que, aunque limpia, bien podría dejarle las pantorrillas al aire. No obstante, no fue ése el caso, pues los conjuntos que les suministraron (vaqueros, camiseta, suéter oscuro y una sudadera negra con capucha) funcionaron como uniformes hechos a medida con el tamaño exacto para cada uno.
Después de una rápida pero reconfortante ducha de agua caliente, se vistieron y les llevaron hasta lo que parecía un pequeño comedor. Había una mesa grande de metal con cuatro sillas, servilleteros, platos y cubiertos desechables, y dos botellas de agua.
Los dos hombres se lanzaron cada uno a por una de las botellas hasta beberlas casi enteras de un solo trago. Acto seguido, entraron dos jóvenes, uno de ellos era el intérprete del chándal negro que hablaba ucraniano con acento. Portaban nuevas botellas de agua que colocaron con indiferencia sobre la mesa.
–Señores, la comida estará lista en un minuto –les anunció el intérprete y después se marcharon.
De forma inconsciente, Dima comenzó a contar los sesenta segundos de un minuto, se notaba ya algo mareado por el hambre. Nikolái se había sentado, llevaba aún la botella vacía en la mano y la cabeza ligeramente inclinada sobre uno de sus hombros. Dima fue junto a él y se sentó a su lado.
–Te dije que este viaje merecería la pena, amigo mío. Algún día me lo agradecerás –masculló muy bajito con los ojos entreabiertos. De súbito, su cabeza cayó como una roca sobre la mesa. Dima no dijo nada, tan sólo se le quedó mirando fijamente como un idiota, como si los músculos faciales se le hubieran quedado congelados de repente, y poco a poco, fue entregándose al sueño él también.
Ahora se acababa de despertar de aquella inesperada narcosis, solo, y sobre una camilla en un cuarto sin luz, lleno de silencio y con aquel soporífero olor a éter flotando en el aire. En la medida en que le respondieron sus piernas, se acercó con cuidado hacia el otro extremo de la habitación. Lentamente sus ojos fueron definiendo la silueta espectral que emergía desde la penumbra: otra camilla, parecida a la suya y sobre la que descansaba una masa cubierta por una sábana de blancura perfecta; la pálida iluminación del negatoscopio iba precisando cada vez más sus formas. Al fondo del todo, se distinguía el contorno de una puerta dibujado por una luz en el exterior. Fuera lo que fuese lo que había detrás, allí no había oscuridad.
No obstante, Dima se concentró en la camilla. Se aproximó más a aquella masa blanca, silenciosa y escalofriantemente quieta.
–¿Nikolái?
“Quizás duerma”, se atrevió a imaginar, pero su corazón le decía otra cosa. Empezó a temblar como un niño, se llevó una mano helada a la frente sin dejar de mirar aquel bulto, se acercó un poco más, dudó, pero al final, con mano vacilante, agarró un extremo de la sábana, tomó aire y tiró de ella…
Una punzada le atravesó el pecho, exhaló un débil alarido e hizo lo imposible para que las piernas no le fallaran, pero sin remedio cayó al suelo, el estómago se le contrajo, notó una arcada y vomitó. Sus ojos no podían volver a mirar, aquello era un eco del mismo infierno.
–¡Nikolái, Nikolái!
Nikolái yacía muerto en aquella camilla, macilento, sin rastro de color, sus cabellos rubios rizados parecían de plástico, como los de una peluca sintética. Dima no tuvo que tomarle el pulso para saber que la sangre ya no circulaba en él, no le hizo falta buscar su respiración ni necesitó acercar su oído al corazón de su amigo para saber si latía porque ¡Nikolái ya no tenía corazón! En su lugar habían dejado un hueco, un agujero como la boca de un cráter, tampoco tenía entrañas, pues le faltaban la mayoría de los órganos vitales. El cuerpo de su amigo había sido vaciado como una fruta a la que le han sacado toda la pulpa.
Notó que su visión se nublaba, las lágrimas aparecieron y anegaron sus ojos de forma incontrolable. Se limpió de un manotazo la cara, pero los sollozos clamaban por salir de su interior. Necesitaba respirar aire fresco para seguir vivo.
Se vio a sí mismo en el camión junto a Nikolái, ocultos con la cabeza llena de planes y deseos de llegar a aquel país del sol llamado España. Pero la verdad había resultado ser otra, un destino truculento y cruel les esperaba. Lo había escuchado alguna vez, pero algo así era demasiado horrendo para que pudiera ser cometido por un ser humano, y sobre todo, para imaginar que a uno le pudiera pasar. Habían sido transportados como estuches portadores de un material tremendamente valioso, una mercancía capaz de re-encender vidas a costa de apagar otras.
–Tráfico de órganos…  –dijo con apenas un murmullo y un escalofrío le recorrió el espinazo.
Dima supo que ya no le quedaba tiempo. Él sería el siguiente.
–¡Dios mío, ayúdame a salir vivo de aquí! –bisbiseó entelerido.
Buscó a su alrededor alguna señal de sus zapatos, y tras un par de vistazos, los localizó junto a su camilla. Le resultó increíble como hacía unos minutos no los había visto, pero ahora todo era distinto, aquella carnicería… lo que habían hecho con su amigo le había espabilado por completo. La desorientación y los mareos habían dado paso a las nauseas, al terror y, contradictoriamente, a la ira. Se calzó los zapatos y corrió hacia la puerta, aquel hilo de luz que dibujaba un contorno desde fuera. Quiso mirar hacia Nikolái, pero no pudo. Aquel horror le acompañaría de por vida si es que conseguía salir de aquel matadero y no acababa él también vaciado como seguramente le habría pasado a tantos otros.
Agachó la cabeza sin mirar hacia el cadáver de Nikolái; cálidas lágrimas cubrieron sus ojos haciéndolos parecer de cristal.
–Nikolái, lo siento tanto… –dijo con un doloroso sollozo–. Que Dios te acoja, amigo mío.
Fue hacia la puerta y justo cuando se disponía a abrirla aparecieron dos hombres desde el otro lado. El primero, alto, aunque no tanto como él, de mediana edad, con una expresión grave y rígida que lo observaba tras unas gafas de monturas finas, el cabello ligeramente canoso; vestía una bata blanca impoluta. Detrás de él, un chico también de blanco que portaba un recipiente con instrumental médico. Pálido, con un gesto de estupefacción que parecía que se lo habían cosido a la cara, pues era incapaz de mover un solo músculo.
–Luis, ¿qué ha ocurrido aquí? –dijo el hombre mayor al muchacho sin apartar sus ojos del ucraniano.
–Nos tuvimos que quedar cortos con la dosis, doctor. Éste es más grande que los anteriores.
Dima no entendió nada, sólo escuchaba sonidos sin sentido, cohesionados entre sí, sin que alguno conectara con el otro para hallarle algún significado. Respiraba agitado, el corazón le bombeaba iracundo y sólo podía pensar en Nikolái y en la presencia álgida y acechante de aquel hombre. Con la mandíbula tensa y el cuerpo en guardia, Dima mantuvo la mirada.
–Tranquilícese –dijo el médico y dio un paso hacia adelante.
Fue la señal para actuar. Poseído por una fuerza indómita, Dima se precipitó sobre él y lo lanzó hacia la camilla donde yacía el cuerpo de Nikolái. Acto seguido, el enfermero fue hacia Dima para impedirle el paso y todo el instrumental se desperdigó por el suelo. Pero aquel jovenzuelo era como un conejo frente a un león acorralado; Dima lo agarró por el cuello, lo levantó del suelo y lo estampó contra la pared como una pelota de frontón.
Corrió hacia la puerta, pero entonces notó una punzada de dolor en el lado izquierdo y superior del abdomen, un arañazo rápido que le hizo retroceder de forma instintiva. Allí estaba el médico, bloqueándole la salida otra vez; portaba un bisturí que sin duda acababa de utilizar.
–No irás a ningún sitio, vales mucho dinero –sentenció sin dejar de jadear ni apartar la vista de su presa.
Dima se palpó la parte alta del abdomen y su mano se tiñó de sangre. El efecto fue volcánico, sus brazos de hierro agarraron el cuerpo de aquel hombre y lo dispararon hacia el otro extremo de la habitación, muy cerca de donde había caído el enfermero, y chocando contra la camilla que había sido suya haciéndola volcar. Gruesas gotas de sudor le rodaron por la frente, Dima se las limpió con el revés de la mano, su respiración era entrecortada, la visión aún seguía borrosa, se le agotaba la energía y volvió a tambalearse, pero no se derrumbó. Con paso lento por fin consiguió llegar hasta la puerta; tras ella, un largo pasillo iluminado se extendía a ambos lados. Estaba vacío. Volvió a mirar por un momento hacia el interior de la sala, los dos hombres seguían tirados en el suelo. Dormirían un rato, no como Nikolái que ya jamás despertaría.
–Merecen morir…
Tuvo la tentación de regresar hacia ellos. Ahí tirados, sin conocimiento hubiera sido relativamente fácil acabar con ellos, pero Dima jamás había matado a nadie; sin embargo justo en aquel momento se creía capaz de hacerlo. Sacudió la cabeza desechando la idea, aquella intención le llevaría su tiempo, tiempo que no tenía, debía de salir de ahí cuanto antes. Cabía la posibilidad de que apareciera más gente y él ya no estaba en condiciones de defenderse mucho más, un minuto de diferencia podría costarle la vida.
Concentró su atención nuevamente en la salida. Entreabrió la puerta y sufrió un doloroso tirón en el abdomen, se aferró al pomo apretando los dientes para no gritar. Respiró hondo. Segundos después, las fuerzas habían regresado. Oteó a ambos lados del pasillo, continuaba desierto y, finalmente, salió.



Capítulo 4


Se hizo a la idea de que se había convertido en un ser inanimado, exánime, quizás un tronco en medio del campo. Dima se quedó muy quieto y presionó los labios para aguantar el dolor que le quemaba la piel. Afortunadamente había conseguido taponar la herida y ahora controlaba la respiración procurando dosificar el aire, pues no sabía cuánto duraría aquel asfixiante encajonamiento.
Se le había presentado tal vez la única posibilidad de escapar, la más descabellada de todas, pero estaba convencido de que no habría habido otra.
Hacía un par de horas que había salido de aquella cámara de muerte en la que había perdido a Nikolái, escapando a través de un corredor desierto con puertas de acero inoxidable a cada lado y dando tumbos con una laceración en el cuerpo que le desgarraba con cada movimiento. Había corrido haciendo presión con la mano, conteniendo la hemorragia con su propia ropa. Por suerte para él, la sudadera y el jersey resultaron ser de un tejido lo bastante grueso como para aguantar el embiste del bisturí evitando con ello una herida más profunda. Buscaba un refugio, un lugar en donde revisar de inmediato la herida y cortar el sangrado antes de que dejara algún rastro que lo delatara.
Sólo recordar las dos últimas horas de su vida le producía escalofríos. Había vagado por aquel pasillo, tanteando una salida, pero sólo había habitaciones cerradas a las que no se atrevía siquiera acercarse. Su desesperación crecía con cada segundo, sabía que en cualquier momento alguien saldría de alguna de ellas, que le reconocerían y que ése sería el final de su vida. Pero de repente se topó con una puerta que era diferente a todas las demás, poseedora de una simbología inteligible para Dima, un verdadero milagro de la comunicación ante sus ojos: la puerta del baño de hombres con su inconfundible silueta masculina dibujada en ella. Con el alma en vilo, entró, y tras cerciorarse de que estaba vacío, se encerró en uno de los aseos. Allí se apoderó de un rollo entero de papel higiénico e improvisó un vendaje hasta usarlo por completo. Tras esto, descansó unos minutos.
Sabía que sería cuestión de tiempo hasta que alguien diera la alarma, sin embargo, en aquella casa, clínica o lo que fuera, reinaba un silencio inquebrantable. Puede que no hubieran tantas personas como él imaginaba.
Salió del aseo, se lavó las manos, la cara, bebió un poco de agua y fue hacia la puerta con cuidado.
Nadie.
De un solo vistazo recorrió el baño y localizó una ventana al fondo de la habitación. Fue hacia ella, se asomó con sumo cuidado, y descubrió con alivio que se encontraba en una planta baja. Ya había anochecido. Entonces se percató de que había un coche aparcado a tan sólo un metro de la ventana y de él. Era un vehículo de lujo, amplio, de carrocería oscura y reluciente, propio de alguien con un estatus social más que notable.
“Seguro que es de ese carnicero.”
No podía arriesgarse a intentar arrancarlo y salir huyendo, pues hubiera alertado a todo el mundo; aparte de eso, se hallaba en medio del campo, en un país que le estaba resultando inhóspito, sin saber a dónde ir y a merced de quién sabe cuántos más carniceros que, seguro, no tardarían en darle caza. Él era un hombre alto, fuerte y vigoroso, pero ante las balas o una inyección sedante, no tendría ninguna posibilidad. Por si fuera poco, su fortaleza pasaba por horas muy bajas; su cuerpo y su psique habían sido aplastadas por una apisonadora durante las últimas horas. Sólo deseaba descansar. Así que se le ocurrió que la única forma de salir era de la misma como había entrado.
Salió por la ventana con cautela, cuidando de dejarla en apariencia cerrada tras él; se acercó al maletero del coche, lo trasteó, y con gran alegría descubrió que estaba abierto.
Llevaba esperando allí más de dos horas, con los músculos engarrotados, sujetando la puerta del maletero con ambas manos, rogando a Dios que no la abrieran, pues ahí sí que estaría perdido. Pero no pensaba morir sin luchar, y si su destino era acabar como Nikolái, se aseguraría de llevarse a alguno de aquellos dementes con él.
Sumergido en medio de aquellos fatídicos pensamientos estaba cuando escuchó como la puerta del conductor se abría y cerraba con un portazo, seguidamente el motor se puso en marcha. Las voces ininteligibles volvieron a resonar por todas partes, Dima reconoció en la del conductor, a la del hombre que le había herido, pero no podía preocuparse de otra cosa que no fuera aguantar la puerta del maletero desde dentro para evitar que se abriera o bien quedarse encerrado en él.
–No sé cómo, pero quiero a ese malnacido en mi mesa esta misma noche.
–No se preocupe, doctor Lagos. Le encontraremos, está herido, no puede haber ido lejos.
–¿Y Luis? ¿Al final se ha ido a casa?
–Sí, señor, estaba hecho papilla. Decía que la cabeza le iba a estallar, se tomó un par de analgésicos fuertes al salir. Dijo que antes de irse a casa pasaría por la de los Schumann para recoger el equipo médico como usted le pidió, y que ya lo traería mañana.
–Está bien. Y vosotros ya sabéis, recorred toda la finca, tiene que aparecer –ordenó el doctor Lagos al tiempo que le echaba un vistazo rápido a su móvil–. Llamadme si hay novedades. Volveré en unas horas. Ahora tengo que resolver un asunto con mi mujer.
El coche emprendió su camino, los potentes faros iluminaron la serpenteante carretera rural abriéndose paso entre la frondosidad de la noche. Dima, desde la hendidura de la puerta entreabierta del maletero, logró ver como la casa se perdía en la distancia, haciéndose más pequeña cada vez, hasta no ser más que un punto de luz en la oscuridad.

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