ARROBA AL CORAZÓN - Primeros capítulos

Sinopsis

Después de sufrir un accidente, Maximilien cae en un coma del que lo médicos no saben cuándo despertará. La última esperanza de Margot, su madre, aparecerá con la llegada de unos inesperados emails remitidos a su hijo y enviados, meses atrás, por una joven a la que Max conoció en Inglaterra. Será de la mano de su desconocida autora, Elisa, como Margot descubrirá todo un testimonio de juventud y sensibilidad que la hará conocer las razones por las que Elisa llegó a amar a su hijo.
Una novela cargada de emotividad y fuerte vida interior, que nos hablará de las consecuencias de un gran amor; de esos que nunca se olvidan, de los que crees que pueden con todo, de aquellos que se convierten en firma de nuestra propia existencia.
¿Crees en el poder de las palabras? ¿Sabes lo que es sufrir por amor?



Una llamada desde la red


Margot sacó las flores viejas del jarrón y las echó en una bolsa de plástico, tras esto tomó el florero, lo llenó de agua en el cuarto de baño y puso flores nuevas. Las hermosas margaritas pronto le dieron un toque de alegría a aquella habitación con olor a medicamentos, tan insípida e impersonal.
“A Maximilien le gustarán” —pensó fijando la vista en las flores frescas y en el cristal de la ventana.
—¿Dónde quieres que ponga esto? —escuchó de pronto decir a Gerard a su espalda. Llevaba una caja de cartón de aspecto ligero y lustroso.
El rumor de la megafonía del hospital se coló de pronto en la habitación y Gerard cerró la puerta con premura, odiaba ese sonido, prefería mil veces el silencio que escuchar a los médicos llamarse los unos a los otros por los pasillos.
Margot le señaló con la cabeza un espacio libre junto al jarrón de cristal.
Gerard suspiró e hizo lo que le decía su mujer, colocó la caja junto al florero, la miró ansioso.
—¿Crees que funcionará?
Margot se encogió de hombros, para aquellas alturas ya no estaba segura de nada.
—Ni idea, es un experimento más, pero en casos como el suyo, tan sólo los estímulos pueden ayudarle. Si esto no le despierta, no sé qué lo hará —sentenció. Entonces se giró y sus ojos se posaron sobre la figura quieta e inmóvil de Maximilien. Ahí, acostado sobre su cama y profundamente dormido, casi recordaba a un gran bloque de piedra.
Con aspecto demacrado, Gerard acarició con ternura la melena castaña de su mujer, hacía mucho tiempo que no lo hacía y aquel gesto le lleno de paz. Sus mejillas ya no eran tan lozanas como antes y varios surcos recorrían el contorno de sus ojos, pero su mirada melada seguía siendo la misma: fuerte, decisiva, de aquéllas capaces de definirlo todo con un solo golpe de vista. Entonces le dio un espontáneo beso en los labios que la tomó por sorpresa, sonrió travieso. Tras esto se marchó sin mediar palabra. Lo suyo nunca había sido la comunicación, y Margot lo sabía, era ella la que siempre hablaba por los dos y decidía también por ambos. Era ella el motor de su pequeña familia.
Ahora se enfrentaba a la prueba más dura de su vida: despertar a Maximilien de aquel sueño y traerlo de vuelta como fuera.
Todo había ocurrido tan rápido que parecía más bien una broma del destino. Max acababa de llegar de Irlanda, se había visto obligado a interrumpir su estancia en Dublín y no le había quedado más remedio que volver a casa. Tres días llevaba viviendo con ellos y ya volvían a discutir. Él, porque le recriminaba que no dejara de llamarle “bala perdida,” y ella, porque veía que con su actitud de “veleta” jamás llegaría a ningún lado. Gerdad, como siempre, en actitud impasible y callada. Fue tras aquella última discusión, cuando Max tomó las llaves del coche y se largó de casa dando un portazo. Diez minutos después se había salido de la carretera y estrellado contra un muro. Ninguna lesión de cuidado excepto en la cabeza, un traumatismo que le había dejado en coma por varios meses y del que aún no despertaba.
“En casos como éstos, el paciente puede despertar mañana como dentro de unos días, meses o incluso años. Los estados de coma siguen siendo un misterio para la ciencia; no me veo capacitado para darle una respuesta, cada persona es un mundo.”
“¿Y no hay nada que se pueda hacer? ¡Tiene sólo veintiún años!”
“Al margen del tratamiento médico, sólo le puedo decir que necesita estímulos, háblele, cuéntele cosas, cualquier palabra, sonido o recuerdo puede ser un detonante. Piense en las cosas que le gustan y le hacen feliz e intente que le lleguen. Todos tenemos algún motivo que nos toca la fibra y eso es, precisamente, lo que necesita Maximilien.”
El problema estaba en que, a pesar de ser su madre, desde hacía tiempo que Max se había convertido en un desconocido para ella y para Gerard, ¿qué le gustaba a su hijo?
Tras el accidente y el diagnostico del coma, Margot y Gerard registraron la habitación de Max de cabo a rabo, buscando lo que fuera que le “hiciera feliz”, tal y como les había aconsejado el médico. Encontraron varios cds de música indie, rap francés y música inglesa entre sus cosas, así que  llevaron el reproductor portátil de Max al hospital y se los pusieron; también se dieron cuenta de que entre los libros que leía había varios de Joe Abercrombie y le leyeron dos de ellos. Echaron mano de los pocos amigos que le quedaban en el barrio e intentaron averiguar si existía alguna chica que le interesara y que hubiera dejado antes de iniciar su viaje, pero tampoco tuvieron suerte; nadie sabía nada de esos asuntos. Le hablaron pacientemente del pasado, de cuando era niño y todo era más fácil, antes de que todo se estropeara cuando Max se convirtió en un preadolescente y empezó a buscar su propia identidad. Antes de que Margot, con su carácter matriarcal y dominante, decidiera marcarle las pautas a seguir, imponiéndoselas, casi asfixiándole, sin dejarle ser él mismo, todo frente a la cómoda pasividad de su padre, Gerard.
Margot arrastró una silla y la colocó junto a la cama de su hijo. Tomó la caja de cartón y se sentó.
Sobre su regazo descansaba su última esperanza.
Fue gracias a una pequeña libreta muy bien oculta en el fondo de uno de los cajones del escritorio de Max, como se había originado todo. Allí su hijo guardaba la contraseña de su cuenta de correo electrónico y fue como su madre pudo acceder a sus emails. Todo había sido muy extraño, pues nada más abrirla, se topó con decenas de correos de una misma persona: ElisaGuz@...com.
Tras leer el primer email supo que no se trataba de spam. Estaba escrito en un inglés no nativo, pero sí muy fluido y correcto:
"Hola, soy yo, por fin me he decidido a escribirte, será bueno recuperar el contacto; puede que no sea demasiado tarde para salvar nuestra amistad.
Supe que tuviste problemas por lo de tu nacionalidad y he pensado que tal vez sea porque estás en Dublín, si regresaras al Reino Unido las cosas podrían ser mucho más fáciles, ya sabes, por lo de la visa.
No te quito más tiempo, tan sólo quería saber cómo estabas y decirte que si necesitas ayuda tan sólo dímelo. Yo estaré aquí en Cardiff por un tiempo más, estoy preocupada por ti, Max.
Cuídate.
Elisa".
Aquel primer correo había sido enviado hacía cinco meses, para principios de abril, pero Max no había podido ni siquiera leerlo. No le había dado tiempo, pues días antes había tenido el accidente.
Margot abrió la caja, estaba llena de folios impresos con los correos de aquella desconocida llamada Elisa. Los había leído todos, y con vergüenza, no le había quedado más remedio que reconocer que no conocía a su hijo. Pero sorprendentemente existía alguien que sí, y que se había convertido quizás en su última posibilidad de recuperarle. Ella y Gerard le pondrían voz a las palabras de Elisa, y quién sabe si algún día y desde donde quiera que se encontrara Max, fuera capaz de escucharla.



Bournemouth:

El espacio entre nosotros




E-mail 1

You´ve got mail! ElisaGuz@...com
Sé que todavía no me has contestado, pero no puedo evitar venir aquí y volverte a escribir, es como si todavía siguiéramos juntos, qué cosas se me ocurren. También sé que no sabes nada de mi vida desde que nos separamos, han pasado muchas cosas y no me quejo, pero la verdad es que te echo mucho de menos, bastante, quizás demasiado y no parece que vaya a mermar.
Cuando llegué a Cardiff todo era incertidumbre, el día soso y sombrío resultó ser una copia exacta de mí misma. Mi viaje en autobús desde Bournemouth fue una tortura, empecé a echar de menos a la gente, el hotel, tantas cosas; el pasado me hirió despiadadamente. Es un sentimiento de desasosiego el que se experimenta cuando se está en una ciudad totalmente sola y sin nadie a quien recurrir. Sentí angustia, tristeza, y sin proponérmelo, comencé a odiar la compañía de mis recuerdos.
Nada más llegar a Cardiff, me alojé en un hostal y empecé a buscar trabajo. Fue bueno para mí el tener la mente ocupada en cosas que no fueran Bournemouth, y durante mi estancia en el hostal, hice una nueva amiga, una chica de las Islas Seychelles y que estudiaba en Exeter, en la universidad.
Con ella pasé mi primer fin de semana en la capital galesa y la verdad es que me hizo mucho bien su compañía. Su nombre era Laurence y fue con ella con quien recorrí la ciudad por primera vez. Dormíamos en camas contiguas y charlábamos acerca de nuestras vidas y de nuestras respectivas experiencias en el Reino Unido.
Laurence tenía veintitrés años y llevaba tres en Inglaterra estudiando psicología en la universidad, gracias a una beca que le habían dado en su país. Disponía siempre de interminables vacaciones durante Semana Santa y Navidad, vacaciones que no podía pasar en casa por lo costoso que resulta un billete hasta las Seychelles; por eso solía viajar a través del país, para matar el tiempo y al ritmo que le marcaba su propio bolsillo. Cada verano volvía a casa y se tiraba dos meses disfrutando de la playa y de la vida en familia. Aquel año era el último de su carrera y volvería a casa en junio, tras su graduación. Allí tendría la obligación de trabajar por tres años más como servicio a su país por haberle ayudado a costearse los estudios en Europa, era algo así como, una deuda adquirida que debía de saldar con tiempo de su vida.
Cuando Laurence se marchó, llegó para mí el vacío sin paliativos, esta vez sí que estaba completamente sola. Pero por suerte no sufrí demasiado, ¿qué por qué no? Pues porque en el fondo necesitaba soledad, me hacía falta recuperar el control tras lo ocurrido en Bournemouth contigo. Durante el tiempo vivido allí, dejé de tener vida propia y ningún secreto llegó a ser mío realmente. Vivíamos en una comunidad tan dependiente los unos de los otros, y en la que todos conocían la vida de todos tan bien, que parecíamos una miscelánea de historias, todo estaba revuelto, y en mi caso, la carga emocional llegó a ser tan pesada, que casi me sepultó. Por ello añoraba soledad, silencio, para que así, "la miscelánea de historias" se ordenara y  todo volviera a su sitio de nuevo.
Ahora vuelve a mi memoria el día en que dejé mi pequeño pueblo al sur de Valencia y llegué a Bournemouth. Era principios de noviembre, un día pálido y otoñal, como supe después que serían la mayoría de los días en Inglaterra.
Tras dejar Heathrow, tuve que esperar una hora entera en Victoria Station y recorrer después un camino de dos horas en autobús desde Londres. Los nervios me carcomían y la ansiedad por llegar a mi destino me hizo el viaje interminable. Una fina lluvia mojaba en ráfagas intermitentes el cristal de mi ventana, al tiempo que extensos prados ondulaban ante mis ojos. A lo lejos, las formas difusas de pequeños pueblos salpicaban el paisaje desapareciendo con el paso del autobús.
Tras dos horas de viaje, finalmente llegué a Bournemouth.
Me pareció hermosa desde un principio, una ciudad pequeña, rodeada de zonas verdes, con abundancia de hoteles y a orillas del mar. Aquella localidad turística, ubicada en el condado de Dorset, al sur de Inglaterra, sería mi hogar durante los próximos tres meses.
Nada más llegar, mi adrenalina se disparó y comencé a tener escalofríos, me noté muy pequeña. Todo era muy diferente, y al mismo tiempo, fascinantemente angustioso. Mi mente, tan cuadriculada y tan de pueblo, por más que lo intentaba, no conseguía asimilar tantas emociones a la vez. Me froté las manos, me encerré en mí misma buscando protección, y entonces, mi pulso desaceleró. Pero una vez en el andén, mis nervios regresaron al darme cuenta de que no me acordaba de la frase para pedir un taxi.
I need a taxi to... go to this place: Liverpool hotel, West Cliff Area, please! Necesito un taxi para ir aquí… Hotel Liverpool —tartajeé mostrando al taxista un trozo de papel con la dirección de mi nuevo destino, y en un inglés tan torpe y lento, que me desesperó incluso a mí.
El hombre me escrutó con la mirada, echó un vistazo al papel y sonrió levemente al ver mi equipaje.
A new student.” Una estudiante nueva —me atrevería a jurar que fue lo que pensó.
Apunto estaba ya de subir al vehículo, cuando me di cuenta de que iba a hacerlo por el lado del conductor. El bueno del taxista aguantó la risa y me indicó, muy amablemente, que me subiera por el lado izquierdo. Me puse como un tomate.
¡Jo, qué mal que empezaba la cosa!
Me hubiera gustado preguntarle miles de cosas a aquel hombre, pero con mi inglés tan torpe no me atrevía ni a respirar. Era curioso cómo alguien con tres años en la Escuela Oficial de Idiomas, capaz de hacer un examen sobre Phrasal Verbs o Question tags, no fuera capaz de entablar una conversación oral. Así que me contuve y me dediqué a contemplar la ciudad durante el corto trayecto hasta mi hotel.
Todo estaba convirtiéndose en realidad, todo lo que había leído meses atrás en el anuncio de un programa para estudiantes extranjeros.
Me acuerdo que era algo como:
"El plan de Bournemouth consiste en permanecer tres meses en esta bonita ciudad del sur de Inglaterra, trabajar 37 horas semanales en un hotel con otros estudiantes y asistir a clases cada semana en una escuela de inglés. Al final del período, recibirá un certificado de trabajo y otro de estudios; el hotel por su parte, proveerá de alojamiento en habitación compartida, manutención en régimen de pensión completa durante toda la estancia y una paga semanal de 160 Libras..."
Ése fue el anuncio que encontré en la pequeña oficina de Informajoven de mi pueblo, algo tan simple como eso: "Un plan especial para estudiantes de idiomas, que sin duda, mejorará su futuro laboral". Quién podría imaginar todo lo que se puede conseguir, además, de un buen nivel de inglés...



E-mail 2

You´ve got mail ElisaGuz@...com         
Vuelvo a escribirte, perdona, pero siento que lo necesito, quizás sea el único medio de mantenerte en mi vida un poco más, tan sólo por un poco más.
Te escribo y te siento tan cerca, como si no te hubieras ido y pudiera hablarte libremente, sin miedos, sin recelos, y contarte de mí tantas cosas que ya ni sé  si te llegué a decir ¿Maximilien, supiste alguna vez quién era yo realmente?
Mi casa en España, en un pequeño pueblo del sur de Valencia; el negocio de mi padre, una modesta librería cerca del centro de la plaza; mi madre, profesora de arte en el instituto del pueblo; e Inés, mi hermana mayor, sumida en la eterna lucha por aprobar las oposiciones de psicología ¿Te hablé de David? Él fue mi amor de los doce años y para quien llegué a escribir decenas de poemas sin que jamás lo sospechara. Fue un amor frustrado por culpa de mi timidez, pero verdadero; pálido reflejo en comparación a todo lo sentiría por ti después. ¿Te conté todo aquello? Quizás sí, quizás no, te lo cuento ahora, qué más da.
¿Pero sabes? Hubo alguien más, alguien cuya existencia jamás conociste, yo me encargué bien de ello, me ocupé aposta de borrarla, de hacer desaparecer aquella sombra para que nunca, durante nuestro tiempo juntos, te tropezaras con ella.
Siempre te oculté la existencia de José Luis, y no sé por qué te la confieso ahora, supongo que es por la insoportable idea de que ya no te volveré a ver. Él era mi novio, y durante toda mi estancia en Bournemouth, se lo oculté a todos; era casi como mi marido, había sido mi novio desde el instituto y el único al que yo había conocido.
Lo encontré en mi camino cuando tenía dieciséis años, y él, con seis años más, casi terminaba la universidad. Estudiaba Económicas en Valencia y vivía compartiendo piso con dos amigos suyos del colegio. No pertenecía a una familia de dinero, pero estaba muy bien visto en el pueblo, por lo que mis padres no dudaron en darnos su aprobación, y poco después, cuando supieron qué clase de chico era, se sintieron infinitamente satisfechos.
José Luis era el sueño de cualquier pareja de suegros, sí señor: joven, seguro de sí mismo, maduro y con la entereza suficiente para afrontar las cosas; dominante, orgulloso y planificador, sí, sobre todo esto último, terriblemente planificador.
Había diseñado su vida con todo lujo de detalles y sin ningún (según él) desperdicio de tiempo ni recursos, todo estaba encaminado a cumplir sus objetivos. Deseaba subir de posición social, sentirse dueño del mundo y poseedor de la felicidad a través del dinero, del nombre y de los logros materiales que obtuviera en su vida. No malgastaba sus energías y trabajaba como el que más para conseguir todas sus metas, después, no sólo disfrutaba de sus triunfos, sino que se regocijaba ante la mirada envidiosa de los demás. No es que fuera mala persona, sino que era materialista, demasiado, detalle que pasé por alto durante mucho tiempo hasta que, mira por dónde, su afán por controlarlo todo me alcanzó a mí y cambió el rumbo de las cosas.
“El dinero, los contactos, los bienes materiales que consigues en la vida son lo que hace que el mundo te respete, Elisa; lo demás no son más que chorradas de idealistas sin futuro que nunca llegan a nada y mueren en los límites de la indigencia.”
Así me explicaba las cosas cuando yo, tímidamente, le recriminaba su indiferencia ante los problemas de nuestros amigos.
Sin embargo, no carecían de verdad muchas de sus convicciones; era ese talante tan pragmático, y algunas veces hasta incluso egoísta, lo que le había convertido en un verdadero número uno a la hora de llevar los asuntos del banco en el que trabajaba, y lo que le había hecho merecedor de un puesto como interventor bancario cuando contaba con tan sólo veinticuatro años. Era un triunfador nato; no obstante, como suele ocurrir en estos casos, había cierto fallo en su “infalible filosofía", y era el hecho de que aquéllos que formábamos parte de su "existencia perfecta", al mismo tiempo perdíamos el derecho a vivir la propia.
Así era mi mundo con José Luis, y desde el momento en el que le dejé entrar en mi casa como profesor de matemáticas un verano, le dejé entrar también en mi vida y en mi futuro; y mis padres, al saber de quién se trataba, le dieron un gustoso empujón.
Nuestra relación tomó desde el principio el rumbo que seguiría ya siempre. Él se encargaba de vislumbrar lo mejor para mí como su novia que era, pero también de paso, lo mejor para sí mismo; todo encaminado hacia uno de sus sueños más caros: el hacer que la que fuera su esposa, fuera también "la chica perfecta", hecha a su voluntad y adaptada a los planes de futuro que él había ya predeterminado.
Por ello no es de extrañar que la idea de pasar tres meses en Inglaterra estudiando inglés, fuera una iniciativa suya; él mismo había estado ya antes trabajando como camarero en Cheltenham durante tres veranos seguidos, lo que le permitió conseguir después el título CAE en los exámenes de Cambridge.
Estaba tan acoplada a esa vida, no porque la quisiera, sino por mi excesiva timidez e inseguridad, por la manera tan cómoda como se veía todo a su lado. Para mí, el tenía todas las respuestas y le veía tan seguro, pisando tan fuerte en la vida, que me dejé llevar; puse toda mi confianza en que junto a él, no habría nada que temer y de que todo saldría siempre de la mejor de las maneras.
—Este plan me gusta, son sólo tres meses y para encontrar trabajo aquí, tampoco necesitas ser bilingüe; pero eso sí, estudia mucho y aprovéchalos bien —me dijo un día mientras tomábamos café.
—Tendré que pasar la navidad fuera.
—¿Qué más da una navidad fuera si es por mejorar? A veces no se puede elegir, Elisa —me replicó poniendo los ojos en blanco y sin darme apenas tregua.
—Pero Jose, no sé si quiero estar fuera de casa tanto tiempo, son tres meses.
—¿Y qué vas a hacer aquí? Hace tres meses que acabaste la carrera y no has encontrado trabajo.
—Podría empezar a estudiar las oposiciones para profesora de Lengua.
—Y las sacarás cuando tengas canas, ¿se te ha olvidado que están congeladas y de que la lista es interminable? Eso sin contar con que todavía tendrías que sacarte el famoso máster para profesores, otro curso más para nada. Nunca debiste estudiar Filología Hispánica, te dije que poco ibas a trabajar con ella.
—Pero me gustaba.
—Ya… por eso no te insistí, pero desde un principio sabía que pasaría esto. España está a reventar de filólogos. Es como lo de tu hermana, dos años desde que acabó y nada de nada.
—Pero bueno, tengo un título de inglés y francés de la Escuela Oficial de Idiomas, ¿eso es algo, no?
—Es papel mojado si no los hablas, Elisa, y tú no hablas bien ninguno de los dos idiomas. Por eso es bueno que te vayas un tiempo a Inglaterra, si aprendes inglés y te sacas el FCE, tal vez consiga enchufarte en el banco, aunque lo tienes crudo.
Le miré dolida, no entendía el por qué siempre tenía que acabar menospreciando mis decisiones y mis logros, y lo que más rabia me daba, era que parecía que siempre tendría razón.
—Anda, no te agobies, Eli. Vamos a ver si consigo meterte en el banco, pero para eso necesito que sepas inglés. Y si no, pues te pones a trabajar en la librería de tu padre que por lo menos algo te dará.
No dije nada y le di un sorbo a mi taza de café, más por romper el momento incómodo, que porque me apeteciera.
—Aparte —prosiguió con sus incuestionables planteamientos y pasando un poco de mi cara de disgusto—, estos meses casi no tendré tiempo para nosotros, entre el trabajo y el master en finanzas, me falta tiempo hasta para dormir.
Hice una mueca de hastío y no dije nada más. Entonces me tomó de la mano como para contentarme. Su semblante duro se tornó de pronto afable, reapareció su mirada cándida y aquel pelo rubio perfectamente recortado volvió a estar revuelto como antes, su hermosa cara de niño regresó por un instante, aquella que para mí había sido una promesa y que las responsabilidades borraron para convertirla en un rostro varonil y atractivo, pero a su vez tan insensible.
–La verdad es que este plan le da cien patadas al de au pair en Estados Unidos y que te mantenía atada por un año entero. El plan británico es más corto, estarás más cerca, y así, en poco tiempo, estaremos juntos otra vez.
Ahora recuerdo el efecto balsámico que produjeron sus palabras en mí, y me sorprende, cómo pudieron darle tanta calma a mi espíritu.
Aquella mañana desde el aeropuerto de Valencia, todo se veía tan diferente a cómo lo veo y a cómo te lo cuento ahora. Tenía tanto miedo, me sentía tan frágil, tan pequeña, que hasta creo que todo mi cuerpo comenzó a temblar por la ansiedad ante lo que me esperaría tras cruzar la puerta de embarque, cuando me viera sola, ante otro idioma, otro país y lejos de los míos. El pánico me inundó por unos minutos en los que quise dar la vuelta y salir corriendo tras el coche de José Luis; la verdad, ahora que lo pienso, no sé qué fue lo que me detuvo, ¿sería el destino?
Las voces en inglés comenzaron a multiplicarse, no entendía casi nada y estrujé contra mi pecho un pequeño diccionario de viaje del que no me separé en ningún momento.
Crucé la puerta de embarque y eché una última mirada a los míos: mis padres me decían adiós con pena, Inés me daba ánimos lanzándome besos, José Luis sonreía levemente. Tomé aire y miré hacia adelante.
Las cosas siempre pasan por algo y mi avión esperaba impasible por mí, al igual que al otro lado del mar, también lo hacías tú.



E-mail 3

You´ve got mail!  ElisaGuz@...com
Serían casi las cinco de la tarde de aquel domingo, cuando mi taxi me dejó en la puerta del hotel Liverpool.
Nuestro hotel, el hotel Liverpool, se encontraba en una especie de acantilado urbanizado situado en la zona oeste de la ciudad, the West Cliff area,  concretamente en la calle St. Michael y a tan sólo cinco minutos de la playa. Era un hotel de tres plantas, color blanco, grandes techos a dos aguas de color gris oscuro y toldos rojizos en la entrada.
Volviendo a aquellos días, me viene a la memoria la imagen de mi taxi llegando al hotel y de la palabra pull, como indicación de "tirar", señalizando en la puerta. El Liverpool me encantó desde un principio, y nada más pasar las puertas de cristal de la entrada, me encontré con un bonito recibidor y una gran escalera que conducía a las habitaciones. A mano izquierda; el vestíbulo, con una enorme televisión, estanterías con folletos informativos, varios sillones y un enorme sofá en color burdeos; a la derecha, la recepción, muy grande y con un cartel colgado en la parte superior dando la bienvenida. El suelo estaba todo enmoquetado, y nada más llegar, una sensación muy acogedora me envolvió.
Ahora me viene a la memoria quien era la recepcionista aquella tarde: Grace. No tendría más de veinte años, delgada, de estatura media y con una dulce carita de Bichón, de lo más inocente. Me llamó la atención su cabello castaño, recortado a media melena y lustrosamente peinado.
—Soy la nueva estudiante —dije despacio y vocalizando todo lo que me fue posible.
—Ah sí, "Lisa" —asintió ella amablemente.
—Elisa, Elisa Guzmán —me apresuré a corregirla yo.
Oh, sorry, Elisa, ok —rectificó sonriendo con despreocupada indiferencia, estaba claro que le daba igual si era: Silvia, Luisa o Lola—. Enviaré a uno de los porteros para que te ayude con las maletas.
Su inglés resultó ser bastante inteligible para mí, a pesar de todo, y que su forma de hablar me pareció un tanto lineal, distante, casi como si tuviera delante uno de mis tantos manuales de inglés. Es gracioso, pero extrañas figuraciones pueden asaltar a tu cerebro al cambiar de una lengua a otra.
Momentos después apareció Jarko y me di cuenta de que un buen presagio me acompañaría.
—Jarko, llévala a  la habitación 85 —ordenó Grace.
Era un joven alto, tremendamente rubio, de ojos claros y piel aporcelanada, realmente guapo y con el semblante de un ángel. Me cayó bien desde que le vi, apareció con una sonrisa cándida y que me invitaba a confiar.
“Éste es un buenazo” —pensé.
Y algo me decía que con Jarko no me equivocaría, y de hecho, no lo hice; él era así, claro, muy claro, casi transparente.
Tomó una de mis maletas tras saludarme y sonrió para sí apenas la levantó, pesaban un poco, la verdad es que sí; así que le eché una mano, y entre los dos, las metimos en el ascensor.
El hotel me pareció repetitivo, demasiado similar, era como un gran laberinto de paredes blancas con marcos rojos en las puertas y un suelo rojo chillón perfectamente enmoquetado. Había hilo musical, y las melodías lejanas parecían rebotar entre las paredes, formando tímidos ecos en las esquinas.
—¿De dónde eres? —me preguntó él ligeramente colorado por el peso de mi equipaje.
—De España —contesté en un inglés con mucho acento español.
—¿Y tú? —me lancé entonces yo.
—De Finlandia.
Entonces entendí el porqué era tan rubio, no era de extrañar, siendo netamente nórdico.
Finalmente llegamos a mi habitación, la número 85, ubicada en la tercera y última planta del hotel.
Era amplia y luminosa, con un armario grande y lleno de perchas, dos camas y un baño con bañera, pero sin ducha.
La noté sombría al principio, tenía una ventana con vista directa a varios edificios contiguos, y más adelante, a la playa de Bournemouth. Desde allí se podía ver el final del acantilado, seguido de un trozo de playa, y el mar de color plomizo.
La calefacción era estupenda, al contrario que la televisión, que no funcionaba muy bien, pero Jarko me hizo saber que no tardarían mucho en arreglarla. Me llamó la atención una especie de caja de plástico clavada en la pared, estaba provista de: té, azúcar y leche deshidratada, todo en pequeñas bolsitas de colores rojo y azul, y justo a su lado, una tetera eléctrica.
“¡Qué cosas más raras tienen aquí!” —pensé en aquel momento; no sabía que después yo también me haría asidua al té y a las infusiones de cada tarde.
Jarko dejó las maletas, me dio la bienvenida con una breve sonrisa, y se marchó. Todavía me parece verle con su camisa blanca, su chaleco rojo con rayas negras y sus pantalones oscuros; me gustaba aquel uniforme.
Tras descansar un poco, bajé a recepción e intenté dar con mi contacto: Charlotte Brooks.
Pregunté por ella a Grace, pero al parecer ya se había marchado y no volvería hasta el día siguiente. Así que al verme sin nada qué hacer, subí a mi habitación y dormí un poco. Estaba hecha polvo.
Sobre las ocho me desperté. Tenía algo de hambre, pero sin haber hablado con Mrs. Brooks, me dio vergüenza preguntar en dónde estaba el comedor de los estudiantes; tampoco me atrevía a salir del hotel, no fuera a ser que me perdiera y luego no pudiera regresar. Por suerte llevaba un bocadillo de jamón  york y queso, y un botellín de agua que mi madre había metido en la maleta por la mañana. Me lo zampé entero, y nada más acabármelo, recibí una llamada de mis padres y de José Luis, todos ansiosos por saber cómo me encontraba. Nada más colgar, un profundo sentimiento de nostalgia se apoderó de mí; aquella habitación era tan grande, y a su vez tan grande mi vacío, que en contraposición recordé mi casa y el calor de mis cosas, y entonces, me sentí muy sola.
Algo inexplicable me ocurría aquella primera noche en Bournemouth. Me veía distinta, como si algo nuevo me hubiera ocurrido y yo no me hubiese dado cuenta, era como un cosquilleo revoloteándome por dentro sin ninguna razón aparente, ansiedad por cosas que no habían ocurrido aún, ¿un presentimiento, tal vez? Un miedo fugaz recorrió mis entrañas y me abracé a mí misma un poco asustada, no entendía nada. Me protegía, ¿pero de qué?, ¿del aire?, ¿de la noche?, ¿del devenir?, ¿por qué? Mi alma no tenía paz porque algo intuía, algo que parecía hacer peligrar su hasta entonces inalterable equilibrio. Me levanté de la cama y las paredes impregnadas de soledad parecieron caérseme encima en aquella aislada habitación de la cima del Liverpool. Abrí la puerta y sólo el pasillo a media penumbra existía, el hilo musical, y a lo lejos: la oscuridad.
Cerré la puerta y saqué de la maleta mi bata de casa, un armatoste de color rosa pastel regalo de mi madre y que se había empeñado por todos los medios en que metiera en la maleta.
“Es un país muy frío, hija. No es como aquí, así que tienes que ir preparada no vaya a ser que te pongas mala por allá. No quiero ni pensarlo, tú allí sola…”
Me la puse, no por frío, sino por soledad y volví a la cama. Encendí mi portátil y comprobé enseguida que en el hotel había una muy buena señal wifi, así que me puse a navegar por Facebook. Eché un vistazo a mis álbumes de fotos y me encontré mejor. Allí estaban mis padres sonriendo, Inés haciéndome un guiño, vacilándome a través de mis recuerdos. Tras poner al día mi cuenta en Facebook y mi correo electrónico, apagué el ordenador y me acosté. La tenue luz de las farolas se coló por mi ventana y con un destello vi brillar sobre la mesita de noche el anillo de José Luis; era de oro blanco y con una pequeña aguamarina incrustada entre dos diminutos brillantes. El símbolo de nuestra larga relación y de tantos planes en modo de espera.
Solía quitármelo para dormir, ya no recordaba el tiempo que lo tenía, éramos tan jóvenes, pero el compromiso tan añejo, que aprendimos a vivir con él como algo con realización inexorable. A veces me he preguntado si lo nuestro fue realmente amor o sólo deber, comodidad y convencionalismo.
Lo tomé y me lo puse como impulsada por una honda necesidad de sosiego, como para recordarme todo lo que tenía en España y que esperaba a por mi regreso dentro de tres meses. La voz de José Luis sonó en mi cabeza.
“Serán sólo doce semanas, y cuando te vengas a dar cuenta, volveremos a estar juntos de nuevo.”
Aquel anillo me ayudó a dormir esa noche, aquel solitario lugar no era mi vida real, yo aguantaría aquel tiempo, y después, las cosas volverían a ser como lo habían sido siempre: predecibles.
“Todo volverá a estar en su sitio” —me dije.
Aquella noche me prometí que no me lo volvería a quitar hasta el día en que, como él bien me había dicho: estuviésemos juntos de nuevo.
@
¿Es posible olvidar aquella noche, Max? Era mi primera noche en Bournemouth, y serían cerca de las tres de la madrugada, cuando la alarma de incendios saltó y empezó a sonar imparable y en crescendo. Aun así, no sé si fue por el cansancio del viaje o por lo que me había costado dormirme, que tardé un poco en despertarme y reaccionar. Me levanté despacio, casi sin darme cuenta de en dónde estaba y de la cantidad de cambios acontecidos en mi vida durante las últimas horas. La alarma ahora era insoportable, estruendosa, daban ganas de salir huyendo. Eché mano de mi enorme bata rosa pastel, me calcé a tientas las zapatillas y salí lo más deprisa que pude de la habitación sin siquiera echarme un vistazo al espejo.
Acto seguido, busqué la señal de las escaleras de emergencia y bajé por ellas con el corazón en un puño, contuve el aliento, ¡vaya una locura!
Cuando alcancé la planta baja y llegué a recepción, mi sorpresa fue mayúscula.
Los bomberos estaban por todas partes, había gente reunida en la calle y en la puerta principal. Nada más llegar, el portero de noche, junto con otros dos bomberos, se quedaron estupefactos al reparar en mí. Sus caras desencajadas, cejas levantadas y ojos como platos al verme aparecer de pronto, como si yo fuera un espectro salido del más allá. Nadie se movió por unos segundos.
El portero entonces consiguió reaccionar.
—¡Sal inmediatamente a la calle! —me ordenó enérgico, un hombre grueso, alto y con bigote.
—¡Peter! —le llamó uno de los bomberos —. Necesito ver la lista de todos los huéspedes del hotel—. ¡Parece que todavía puede haber gente arriba!
Fue entonces cuando comprendí que podía estar en verdadero peligro, pero aún no reaccionaba del todo, era aquello demasiado inverosímil para poder estar ocurriendo; así que Peter me agarró del brazo y me sacó del hotel sin que apenas me diera cuenta. El aire gélido de la noche me golpeó en la cara y un murmullo de voces se desató a mi alrededor. En la calle estaban los clientes, el personal nocturno y todos vosotros devorándome con los ojos, como si en vez de ser extranjera fuera de otro planeta. Y allí estaba yo, como un farolillo, con mi enorme bata rosa pastel, mis zapatillas y cara de pesadilla.
No podría ahora mismo distinguir quién era quién en aquel momento, tan sólo veo sombras agrupadas en la calle justo enfrente del hotel, el vaho de las respiraciones y mucho frío, sí, sobre todo eso, mucho, pero que mucho frío.
Quince minutos después de que pasara todo, se supo que se trataba, como suele ser casi siempre en estos casos, de una falsa alarma. Así que tras la confusión, los bomberos se marcharon, y sin más, se nos dio la orden de entrar nuevamente.
Nos dirigíamos ya todos a la cama, cuando Peter nos hizo esperar en el vestíbulo a oscuras. Su intención no era otra mas que hacernos objeto de un tedioso sermón y de un curso avanzado sobre salidas de emergencia. Mi inglés era muy malo, pero no me hizo falta ser una eminencia en lenguas para darme cuenta de que estaba enfadado. Al parecer, os habíais tomado el tiempo de quitaros los pijamas y de vestiros para salir.  Entendí entonces por qué todos estabais de calle y yo en ropa de dormir.
—¡No quiero más tardanzas a la hora de salir! ¡No es hora de lucir guapos ni de vestirse siquiera! Si se da un caso así la próxima vez, ¡tan sólo coged el abrigo y corred! Corred lo más rápido que podáis, porque el hotel podría estar ardiendo.
Nos quedamos todos en silencio tras la charla, meditando en lo que acababa de pasar, pues no era para menos. Finalmente Peter se marchó, y ya me disponía a volver a la cama, cuando me di cuenta de que todos me mirabais. Diecisiete personas observándome, un potente foco dirigido hacia mí y a mi escandalosa bata rosa; mis mejillas se encendieron y mi pulso se disparó, ¡Dios, creí morirme de vergüenza!
Hey, guys, it´s Elisa! ¡Chicos, es Elisa! —exclamó Oscar, nuestro Oscar, veintitrés años, el mayor de los porteros, francés, y con los ojos verdes más espectaculares que jamás había visto.
Su familiaridad conmigo fue plena y aquel gesto me dejó perpleja.
—¿Elisa? —dijo alguien.
—Sí, la nueva estudiante, ¡es ella! —insistió de nuevo con gran entusiasmo y como si de hecho ya me conociera— ¿Española, verdad? Te conocemos por fotos, vimos tu currículo y tu informe —rió él al ver mi sorpresa— ¡Bienvenida al Liverpool!
“¿Mi foto? ¿Mi currículo? ¡ME MUERO!”
—Tha…thanks…Gracias... —balbuceé casi sin poder creer  lo que oía, ¡me conocíais!
Fue entonces cuando os acercasteis a darme la mano en señal de bienvenida, y entre todos, reconocí a Jarko. Nunca se me olvidará aquel momento, era la persona más cohibida del mundo, tan grande era mi timidez, que me vi a mí misma como una "avestruz" con ganas de esconder la cabeza bajo la moqueta. Ni en sueños hubiera imaginado un recibimiento tan cálido como aquél, no recuerdo la cara de nadie en aquella oscuridad, tan sólo la de Oscar sonriendo en medio del grupo. Incertidumbre, sorpresa, miedo… tantas sensaciones cayeron en tromba sobre mí aquella noche, la noche en la que tuve que encajar que seríais lo más cercano a mi familia durante los próximos tres meses.



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He empezado a trabajar con una ETT aquí en Cardiff. Todavía tengo dinero, pero no mucho, no puedo arriesgarme a quedarme sin fondos; supongo que en Dublín estarás igual, se gasta mucho cuando te conviertes de la noche a la mañana en un recién llegado.
Ayer la ETT me envió como camarera a un pequeño hotel situado a las afueras de Cardiff, y al bajar del autobús, me di cuenta de que el lugar al que me habían enviado se encontraba en medio de ninguna parte. Estuve todo el día trabajando sin pensar en nada. Mi jefa era una pobre histérica a la que casi le dio un infarto cuando supo que era extranjera, pero cuando habló conmigo y comprobó que la entendía perfectamente, se relajó.
Acabé sobre las seis y media, pero fue sólo al salir, cuando me percaté de que nevaba y de que probablemente continuaría por varias horas más.
Un manto blanco se extendía abrigándolo todo, inmóvil sobre la campiña. Helaba, el frío era hiriente, tanto como el que desde hace tiempo lacera mi corazón.
Caminé hasta la parada del autobús, y una vez allí, me detuve. No existía nada a mi alrededor, tan sólo carretera y una gasolinera a medio kilómetro desde donde yo me encontraba.
El mundo se abría inmenso y oscuro ante mí. La nieve menuda e imparable cubrió mi pelo y mi abrigo en cuestión de minutos.
Pensé en ti y todo pareció encoger, te eché tanto de menos.
Cualquier cosa podía ocurrirme en aquel desierto lugar al que la vida parecía no poder llegar.
Volví a Bournemouth con mi mente y te quise todavía más. La nieve se desvaneció y la amplia playa de la ciudad se extendió ante mis ojos, ahí estaba, mi playa bajo el acantilado, grisácea y desierta, y en ella noté tu presencia, ¡eras tú! Y el espacio entre nosotros ya no existía...
Mi imaginación vagó por unos instantes entre mis frustrados sentimientos, y quizás aún permanecería allí, de no haber sido por las potentes luces del autobús que desbarataron en segundos todos mis ensueños.
La soledad era tan intensa que casi se hizo palpable, nadie me protegería, tan sólo yo podría hacerlo. Subí al autobús, me senté y fijé mi vista en el cristal sin apenas conciencia de nada. El vehículo emprendió su marcha hacia  Cardiff, hacia mi nuevo hogar, y fue entonces, sólo entonces, cuando supe cuán sola me sentía y cuán sola estaba.



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ElisaGuz@...com
No sé por qué te cuento todo esto, Max. Supongo que es porque necesito creer que todavía estás conmigo, porque recuperaré parte de aquella vida y porque te haré saber muchas cosas, que aun deseándolo, nunca te dije.
Algunas veces vuelvo al día en que te conocí, fue exactamente un día después de mi llegada y de mi extraña aventura con la alarma de incendios.
Me levanté temprano aquella mañana, envié un whatsapp a casa y me preparé un baño rápido antes de bajar en busca de Mrs Brooks.
El vapor del agua caliente pronto cubrió el cuarto de baño con una espesa bruma que empañó todos los cristales. Me desnudé y saqué de mi bolsa de aseo los artículos de baño. Me miré en el espejo del lavabo, casi no me veía por el vapor, así que lo limpié un poco y me topé con una Elisa que parecía haber nacido hacía veinticuatro horas: temerosa, frágil, una tortuga sin caparazón, ¿pero qué me pasaba?
“¿De qué tienes tanto miedo? Tú no eres ésa.”
Entonces me di cuenta de que me había salido una ampolla en el labio inferior producto tal vez de los bruscos cambios de temperatura o del estrés. Me toqué, ¡au! Dolía, ¡vaya un comienzo! Ahora tendría que calentarme la cabeza e ir a alguna farmacia con mi diccionario a por medicamentos.
Tras el baño me vestí a toda prisa, me eché algo de maquillaje en la ampolla y bajé directo a recepción en busca de Charlotte Brooks.
 Me enviaron a la sala de las limpiadoras, en donde la encontré muy atareada en medio de un montón de documentos, ropa de cama y productos de limpieza.
—Enseguida estoy contigo, querida, llevo una mañana de locura —dijo al tiempo que descolgaba el teléfono para hacer una llamada.
Tuve que esperar, por lo que empecé a dar vueltas por la pequeña estancia. Me llamó la atención un panel colgado en la pared lleno de postales y de fotografías de estudiantes. Aún no te conocía, por lo que no me percaté en aquel primer momento; sin embargo, semanas después, me fijé y comprobé que también estabas, ¡cuántas veces pude haber contemplado aquella fotografía, con mi  taza de café y durante los monótonos ratos antes del inicio del trabajo!
Tras hablar con Mrs Brooks, supe que sería camarera de pisos durante las siguientes semanas, y que tras ese tiempo de prueba, pasaría a trabajar cuatro noches en el restaurante.
Aquella mañana debía de ir a la escuela para realizar un test de inglés, y así, conocer cuál era mi nivel de la lengua.
You´re off today. Tienes el día libre, Elisa. Empezarás mañana —me informó amablemente, despacio, y con frases muy vocalizadas—. ¿En qué habitación estás?
—En la 85.
Ok, then… Entonces... —murmuró para sí, al tiempo que se zambullía entre lo que parecían unos caóticos expedientes y tomaba nota con un bolígrafo—, el sábado que viene tendrás compañera de habitación, su nombre es Camille y es francesa.
 —Bien —contesté sin saber qué responder, aunque la idea me pareció de las mejores que había escuchado en mucho tiempo. Ya no me sentiría tan sola.
 —Y bien, creo que eso es todo. ¡Oh, espera!, lo olvidaba. En unas dos semanas os mudareis a la habitación 63, y que por ahora está ocupada. Es un poco más pequeña que la 85, pero lo bueno es que está en la zona estudiantil, y así, ya no estaréis tan aisladas allí arriba.
Aquella idea me agradó aun más.
—¿Has desayunado? —me preguntó con interés.
—¿Eh?, todavía no. No tengo hambre —contesté sin mucho entusiasmo, la verdad es que en lo último en lo que había pensado aquella mañana era en comer.
Charlotte me miró condescendiente, pareció adivinar mis temores.
—Todo saldrá bien, querida. No te apures, poco a poco irás mejorando en todo y te adaptarás —me animó dándome una palmadita en la espalda y haciendo un esfuerzo por desacelerar un poco el ritmo frenético que llevaba aquella mañana. Entonces fue a un rincón de la habitación y puso una tetera eléctrica a funcionar. Cinco minutos después, me encontré frente a una taza caliente de Earl Grey y un par de muffins.
—Ahora debes de ir a la escuela para hacer tu examen, ¿sabes dónde está? —me preguntó tras verme finalizar mi improvisado desayuno.
—Creo que no… —contesté casi por inercia.
God! Muy cierto, ¿cómo lo ibas a saber? A ver, a ver… Creo que hoy es una mañana complicada, pero seguro que alguien, a ver, ¿quién podría ser….?—caviló para sí como sopesando posibilidades.
Tras esto se levantó y me pidió que la siguiera hasta una puerta grande y roja que daba a un largo pasillo enmoquetado de principio a fin.
Follow this way. Por aquí llegarás a la cocina —me indicó con el dedo—, ve allí y pregunta por Angelique, es una de las estudiantes francesas, esta mañana creo que trabaja en el desayuno.  
Hablaba gesticulando todo lo que podía, no dejó de sonreír durante todo aquel rato, y su actitud conmigo fue tan agradable, que me sentí realmente segura a su lado.
—Si Angelique no trabajara hoy,  pide entonces a alguno de los chicos que te acompañe hasta la escuela. Bienvenida al Liverpool, querida, y sobre todo: bienvenida a Inglaterra —concluyó sonriendo, y sin más, regresó a su faena.
Era una mujer de unos cuarenta y pocos, alta, rubia, atlética y con una sonrisa amplia que inspiraba seguridad. De carácter sereno y benevolente con sus empleados y con los estudiantes, parecía siempre dispuesta a dar la cara por ellos cuando se necesitara. No obstante, también poseía su carácter, y se mostraba inflexible a la hora de hacer cumplir las normas y de mantener el orden en aquel tan particular micro mundo.
Seguí sus indicaciones y llegué hasta la cocina, en donde casi me choco de frente con Angelique. La veo ahora con su uniforme de camarera (camisa blanca y falda negra) largas pestañas, grandes ojos café y una forma de mirar cándida, que me dio algo de paz. Había un montón de ruido en aquel lugar: choque de bandejas, puertas abriendo y cerrando, ruido de lavavajillas, ollas, gritos desde los fogones… Empecé a notar el calor y el olor a café, huevos fritos, bacon y baked beans por todas partes.
Aquella mañana el Liverpool estaba casi al completo y el desayuno se había convertido en una auténtica locura.
—No puedo dejar mi trabajo ahora, estamos a tope, así que tendrás que ir sola.  Es un poco complicado…, pero seguro que consigues llegar —me advirtió Angelique con cara de preocupación y en un inglés con fuerte acento francés.
Intentó indicarme el camino del hotel a la escuela, pero era demasiado enrevesado y mucho más para mi entonces bloqueado cerebro y mi bajo nivel de comprensión; tras Angelique, apareció otra estudiante: Zahira, ¿cómo olvidarla?, nuestra “parisina favorita". Nacida en Marruecos, criada en Francia, tan sexy, con su piel morena, su pelo rizado y castaño, fanática de la música indie. Fue gracias a ella como me hice asidua de Passenger y su single Let her go, nuestra canción, la que aún no soy capaz escuchar...
—Es mejor que la lleve alguien —sugirió Zahira.
—Sí, ¿pero quién? ¿Quién está libre hoy?
—¿Max…? —sugirió entonces Zahira.
Salimos prontas de la cocina, y al instante, todo el barullo se quedó atrás. Recorrimos otro estrecho pasillo, idéntico a los tantos que parecían conformar el hotel, enmoquetado rojo chillón, paredes blancas y carpintería roja, el incesante hilo musical en la distancia. Llegamos a tu habitación, la número 60, ubicada en la zona estudiantil del hotel. Yo me encontraba cada vez más incómoda, pues por lo poco que había entendido, era tu día libre y lo que menos hubiera querido era molestar.
—Max… ¿estás despierto? —preguntó tímidamente Zahira mientras llamaba a tu puerta dando toquecitos. No hubo respuesta en un primer momento, tan sólo escuchamos unos gruñidos y ligeros crujidos metálicos procedentes posiblemente del muelle de tu colchón. Zahira y Angelique intercambiaron miradas—. ¿Max? —insistió Zahira tocando un poco más fuerte. Instantes después, se entreabrió  la puerta.
Casi no pude verte la cara: uno ochenta, cabello castaño y revuelto, voz gruesa y profunda. Estabas medio dormido, pero incluso así, hablaste con Zahira desde el resquicio de la puerta; la conversación fue en francés, cosa que me sorprendió un poco, ¿pues no te llamabas Max? Entonces me miraste, yo estaba un poco más atrás de Zahira, junto a Angelique, ¡Dios, me estremezco al recordarlo! Desde el resquicio de la puerta, tu mirada fija y curiosa me atravesó; me sonrojé hasta las orejas y me quedé petrificada ahí mismo, incapaz de moverme ni medio centímetro.
Asentiste con la cabeza, suspiraste resignado, y aun medio dormido como estabas, finalmente aceptaste.
@
Aún recuerdo mi primera mañana en aquella pequeña ciudad del sur de Inglaterra, mi primera mañana en Bournemouth, cuando un joven somnoliento, de ojos de color miel y sonrisa breve, me mostró el camino a la escuela. Era un frío día de noviembre en el que brillaba extrañamente el sol. Bournemouth se abría ante mí como todo un mundo por descubrir, rebosante de cosas nuevas, de sensaciones y promesas.
Aquella mañana no me encontraba bien por culpa de mi ampolla, me seguía doliendo, y a pesar de que me había puesto un poco de maquillaje, se notaba.
—Deberías usar una bufanda —sugeriste intentando romper el hielo.
—¿Perdón? —dije sin entenderte muy bien.
A scarf. Una bufanda —repetiste gesticulando con las manos haciendo como que te rodeabas el cuello—, por lo de tu ampolla, el frío, ya sabes...
—Oh sí... claro —asentí roja hasta la coronilla si es que se podía, y con miedo de no entender una palabra de lo que dijeras. Tenías un acento mucho más cerrado que el de los demás, raro, distinto, no se parecía al de Zahira ni al de Angelique, ni tampoco al de Mrs Brooks ni  a ninguno de los que había oído hasta ahora, ¿pero entonces, por qué hablabas francés?
Estaba cohibida, pero a la vez sumamente atenta a todo, los ojos muy abiertos, mis sentidos al máximo intentando captar toda la información que me rodeara. Mi mente luchaba por asimilar estas nuevas circunstancias en la que hasta el lenguaje era diferente. Para mí, éste era el principal problema, mi distanciamiento de la realidad por no comprender, yo quería, quería de verdad. Gracias a mis años en la Escuela Oficial de Idiomas, mis niveles de vocabulario y gramática era bastante buenos, pero me estaba costando muchísimo entender y comunicarme, ¡era realmente frustrante! Así que pronto lo imaginé todo como una barrera invisible, una suerte de "espacio" que se interponía entre las cosas y yo.
Cuando caminábamos a través de Comercial road, una de las arterias principales de Bournemouth, la comunicación se hizo cada vez más difícil entre nosotros, de manera que cuando tú hablabas, yo sólo escuchaba sonidos que me esforzaba por unir para cazar la idea principal. Tu inglés era muy bueno y el mío demasiado malo, pero fuiste muy paciente y con paciencia fue, como descubrí que venías de Canadá, concretamente de Montreal, en Quebec, y que por eso hablabas francés. Me contaste también que muchos franco canadienses solíais visitar el  Reino Unido para, además, de perfeccionar el inglés, conocer algo de Europa y sobre todo visitar Francia.
Pasamos enfrente de numerosas tiendas, todas seguidas y concurridas por abrumados transeúntes que iban de un lado para otro con la vista clavada al frente, casi sin pestañear.
En las cercanías de The Arcade, uno de los centros comerciales más famosos de Bournemouth, había un chico, un artista ambulante que cantaba al ritmo de su guitarra e interpretaba canciones famosas. Se ganaba la vida llenando de música la calle, y con ella ilustró de la manera más bella, mi primer día en Bournemouth, mi primer día contigo.
Paradójicamente Let her go, de Passenger, comenzó a sonar al tiempo que pasábamos a su lado.
Continuamos nuestro camino hacia la escuela, me contaste que llevabas allí casi dos meses y que tenías amigos en el hotel que eran también de Quebec. Me dijiste tu edad, veintiuno, al igual que yo. Supe también que tu trabajo en el hotel era unas veces de portero y otras como camarero en el restaurante. También me contaste que por el momento no regresarías a Canadá, pues no tenías demasiado dinero ni tampoco echabas de menos tu casa, ¡cuántas cosas supe de ti aquella mañana y cuántas echo de menos ahora! Entonces me miraste, sonreíste, y de forma espontánea, dijiste algo muy simple, tan simple como:
—Hace un día precioso, sí, realmente hermoso, ¿no crees?
Tus palabras fluyeron como la seda, de manera musical… Se produjo un hechizo y aquello fue un antes y un después; ¿cuántas veces había oído a José Luis decir algo así? Ninguna. Aquella frase tan sencilla, dicha con tanta suavidad, fue la que creó en mí una conexión contigo, ¿por qué? Porque fuiste la primera persona en Inglaterra que de una forma tan sensible, y a pesar del idioma, consiguió hablarle directo a mi corazón. Desde mi llegada me había convertido en una especie de bulto que los demás dirigían de un lugar a otro sin más. Todo había sido irreal, distante, no conseguía relajarme, la tensión por vincular las ideas con las palabras, los sonidos que intentaban desesperadamente encontrar un significado; las personas y las cosas parecían como extraños dibujos comunicando información a mi cabeza, pero no a mi corazón, no a mi corazón. Fue aquella frase: “un día realmente hermoso”,  la primera que sentí como real, la comprendí en su total significado y la sentí como si me hubieras hablado en español. Y a pesar del tiempo y la distancia, tu voz grave aún suena en mi mente, es curioso como recordamos las voces de los que nos importan; y aunque ya no estén, sus palabras se quedan en nuestra memoria, perennes, como tu voz aquel día; y sí, Max, era un día realmente hermoso… ¿Por qué tuviste que acompañarme a la escuela aquella mañana?, ¿por qué nos flechamos por alguien?, ¿por qué tu voz, tu acento diferente? Por qué capricho del azar la vida te colocó en mi camino, para que como una bendición o una maldición, no pudiera dejar de pensar en ti desde aquel preciso instante.



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No tengo muy buenas sensaciones de mis primeros días en el hotel Liverpool ni en Bournemouth. La cálida bienvenida de la noche de la alarma había sido sólo un espejismo, pues con el paso de los días, el grupo me pareció un poco frío y con cierta desunión entre sus miembros.
Supongo que en gran parte aquellas diferencias se debieron al hecho de que la mayoría erais franco hablantes, unos franceses y otros francocanadienses, de Quebec. Hablabais en francés todo el tiempo, sin cortaros ni un pelo, sin importar si alguien se sintiera incómodo o fuera de lugar. Y eráis ya demasiados hablando la misma lengua, como para que tan sólo un pequeño grupo de nórdicos y yo, pudiésemos competir con vosotros; y tan insoportable llegó a ser la situación y tan mala la conexión en el grupo, que en vez de parecer compañeros de trabajo y de convivencia, más bien resultábamos un puñado de extranjeros reunidos en un país extraño y hablando cada uno en la lengua que le diera la gana.
Cada noche, tras el servicio de cenas, nos reuníamos en el Camelot, el inmenso restaurante del hotel. El Liverpool contaba con dos restaurantes: el Merlin y el Camelot.  El primero estaba ubicado en una planta alta, era pequeño y acogedor, y solía utilizarse cuando había pocos clientes en el hotel. Poseía enormes ventanales con vistas a la calle y al Conservatory, una especie de invernadero de cristal que alojaba la piscina climatizada del hotel. La planta baja era la del Camelot, y en él, además, de una larga mesa acondicionada para las cenas de los estudiantes, también había un pequeño equipo de música que utilizábamos cuando nos reuníamos cada noche para compartir nuestra supper.
Era en esos momentos, mientras comíamos, cuando más se notaba el distanciamiento y el mal rollo. Por un lado: el gran grupo francófono integrado por los québécois (incluido tú) y el grupo francés; y por el otro, los nórdicos y yo… Tres cuartas partes de la mesa hablando en francés como una potente radio que subía y bajaba el volumen en medio de risotadas y alboroto; y en el otro extremo, la parte restante, muy seria y enfurruñada, centrados en comer y apenas si intercambiando alguna tímida frase en inglés o sueco, ¡menudo ambientazo el que había! Tan sólo unos días en el Liverpool me bastaron para darme cuenta de que aquello se parecía más a una versión moderna de la Torre de Babel que a un programa de estudiantes para aprender inglés.
El trabajo me gustó, no era difícil, y aunque limpiar habitaciones no había sido nunca el sueño de mi vida, no era complicado e hice una gran amistad con todas las limpiadoras que trabajaban conmigo. La mayoría eran portuguesas que habían emigrado a Inglaterra años atrás huyendo de la falta de trabajo en Portugal, algo muy similar a lo que está pasando ahora en España. La gente se va, emigra desencantada, huyendo del desempleo, de la precariedad, y echando mano de su juventud, de su fuerza y de la esperanza de encontrar algo mejor.
Me contaban que una vez allí, luchaban por encontrar empleo en lo que fuera, y en Inglaterra sin duda siempre lo habría, la mayoría serían trabajos no cualificados, pero por lo menos existían; buscaban alojamiento barato y una escuela subvencionada por el Estado para aprender el idioma.
Muchas veces me acuerdo de aquellas compañeras, todas o casi todas mujeres casadas, y entre veinte y cuarenta años. Fernanda, de apariencia inteligente
Teresa, mi maestra en el oficio de limpiadora y gracias a la cual pude soportar, no sin esfuerzo, "el arte" de hacer tres o cuatro habitaciones por hora. Hablaba español perfectamente; no obstante, no tenía ni la menor idea de inglés, aquello me pareció divertido. Poco después, me enteré de que había vivido en México durante doce años y que aprendió español muy rápido debido a su adicción a las telenovelas.
—Una vez que haya terminado, mija, tiene que echar ambientador y luego cierre la puerta —me explicó durante mi primer día, y tan bien se me quedó ese dato, que siempre era yo la que remataba los cuartos con el bote de ambientador en la mano y cuando a las demás incluso se les olvidaba. No es de extrañar que por eso, me gané el apodo entre las portuguesas de Miss air freshener, “señorita ambientador”.
También estaba Sergia, capaz de hablar casi cinco idiomas todos aprendidos tras haber trabajado limpiando en media Europa. Marta y Balbina, madres sacrificadas, fieles esposas y con vidas paralelas que probablemente desembocarían en el  mismo destino. Y finalmente, Carmen, casada ya con diecinueve años y con un talante romántico y soñador que raspaba el delirio, seguidora también de las telenovelas por cable.
Guardo buenos momentos de mi época como limpiadora. Solíamos escaparnos a media mañana para tomar café en algunas de las habitaciones ya limpias, siempre con el miedo de que Charlotte nos descubriese algún día.
—¡Qué bonitas que son las telenovelas de tu país, Elisa! —me decía algunas veces  Carmen en un español cancaneado y torpe.
—No son españolas, Carmen, son latinoamericanas. Vienen de México, Venezuela o Argentina,  no de España —contestaba yo sin poder evitar que me hiciera gracia.
—Bueno, pero en todas se habla español, ¿no? ¡Qué bonita que sería la vida si fuera como en las telenovelas! —suspiraba mientras conectaba la aspiradora— ¡Y qué hombres más guapos, esos españoles! —insistía.
—Que no son españoles, que son latinoamericanos —volvía a corregirla yo.
—Bueno sí, eso, ¡y qué historias! ¡Ojalá me pasara a mí lo mismo! —suspiraba y se evadía sonriendo mientras lavaba y secaba una de las tazas.
—Son guiones, Carmen, sólo eso, muy poco de cierto hay en ellos.
—Tengo unas ganas de llegar a casa y ver qué pasa en el capítulo de hoy, ¡qué buenas esas novelas españolas, Elisa!
—Carmen que no...
La miraba sumergida en sus fantasías mientras se inclinaba para limpiar el fondo de la bañera o pulía la grifería. Era inútil volverla a corregir, pues de nada habría valido; por una parte, no hablaba bien mi idioma, y por la otra, era obvio que vivía en la luna y que poco le interesaba la procedencia de las telenovelas. Aquellos sueños le valían a ella, le servían para hacer más ligera su vida, y eso a fin de cuentas, era lo único que importaba.
Es lo que tienen los sueños, alimentan el espíritu para que puedas continuar tu camino.
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Durante aquellos días, éramos un buen número de estudiantes; procedíamos de diferentes nacionalidades y formábamos un grupo que iba desde los dieciocho años de Jarko, hasta los veintitrés de Oscar.
Compartíamos habitaciones por parejas: Jarko y tú en la habitación 60, Christin y Karen en la 61, las suecas Lena y Alexia en la 62, y de ahí venía toda la masa francófona: Marlene y Eva en la 63 y que pronto sería mi habitación, los québécois Claude y Fred en la 64, Blanche y Monique en la 65; los franceses René y Jean en la 66 y Zahira y Angelique en la 67. Sí, creo que ése era más o menos el orden, ¡espera, lo olvidaba! Oscar, en El Prince. El minúsculo piso del sótano del hotel y que servía de alojamiento a los estudiantes, y en el que celebrábamos la gran mayoría de nuestras fiestas.
Pero también existieron otras personas unidas a mi vida en Bournemouth, personas ajenas al hotel, pero no por ello a sus habitantes, sabes a quiénes me refiero, ¿verdad?: Simon, Paco, y sobre todo, Philippe.
¡Cuántas sensaciones me vienen al recordar esos nombres! Aunque algunos no fueron decisivos a la hora de configurar nuestra historia, ¿que a qué me refiero? Muy simple, que con muchos no conecté en absoluto porque cuando yo llegué al Liverpool, algunos de ellos ya acababan su tiempo en Inglaterra y nuevos personajes aparecieron para llenar sus espacios, ¿y sabes qué?: llegué a alegrarme de corazón de que eso ocurriera.
No soportaba a tus amigos québécois: Blanche, Monique, Fred y Claude, se me atravesaron desde el principio, todos distantes, prepotentes y con ciertos aires de superioridad. Fue su influencia y la falta de personalidad del grupo, lo que provocó que os pasarais el día entero hablando francés y de que no hubiera manera de integrarse.
De hecho, cuando vi cómo iban las cosas, reconozco que me aislé aún más. Así que tras mi media jornada de trabajo con las portuguesas, me encerraba en mi habitación a estudiar inglés o bien me dedicaba a recorrer Bournemouth. Pasé varias tardes en los Lower Gardens, me encantaba sentarme allí a contemplar The Balloon, el gran globo aerostático que recorre la costa, una de las atracciones más vistosas y famosas de la ciudad. Recuerdo también a las ardillas corretear cerca de mí, el ruido del agua del pequeño riachuelo y a infinidad de paseantes atravesar el parque de lado a lado.
También solía bajar a la playa. Es uno de los grandes privilegios que nos dio el hotel Liverpool, su gran cercanía a la costa, a tan sólo cinco minutos del hotel y bajando el acantilado a través de un camino peatonal hasta el paseo. Allí la playa se abría extensa y ocre, bordeando la ciudad hasta perderse en el horizonte. Caminaba entonces hasta el Bournemouth Pier, el gigantesco embarcadero que sobresale de la bahía y se adentra en el mar. Una vez allí, sabía que era hora de volver al Liverpool. Caminaba y caminaba a lo largo de la inmensa playa acompañada únicamente por mis pensamientos. Marcaba la arena con mis huellas notando la suave sensación al hundirme con cada paso, el murmullo de las olas al besar la orilla era un sonido precioso. Cierro los ojos, y aún siento la brisa con sabor a sal.



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Una semana después de mi llegada fue el turno de Camille, mi compañera de habitación. Francesa, de Lyon, bajita, piel muy blanca y cabello oscuro lleno de rastas.
Tenía tan sólo veinte años y era una fanática indiscutible de los One Direction. Es increíble como las ideas se conectan y se acomodan dentro de tu cabeza. Para mí, escuchar por ejemplo música indie era conectar inmediatamente con Zahira y lo mismo me ocurrió después con los One Direction y Camille.
Llegó una mañana de lunes, muy sonriente, ligera de equipaje (nada que ver conmigo) y con un atuendo muy particular. Pantalón negro, botines marrones, top púrpura ajustado, una chaqueta de diferentes colores, la mayoría chillones, un gorro de lana y un montón de rastas sobre la espalda.
Su inglés no era malo, pero poseía un marcado acento francés, lo que la hizo muy inteligible para mí desde el principio. Se mostraba segura de sí misma, abierta, pero a su vez distante, como celosa de su intimidad, marcando las fronteras entre su mundo y el resto del planeta.
—¡Hola! Me llamo Camille —se presentó nada más llegar y pasando un poco de mi perplejidad por su aspecto. Tras esto echó su maleta a un lado y se lanzó sobre la cama que estaba libre— ¡Estoy hecha polvo, he venido en autobús desde Lyon!
—¡¿Qué?!
A Camille se le escapó una risotada.
—Sí, es más barato que el avión, te subes a un ferri y cruzas el Canal de la Mancha y luego otra vez en autobús hasta aquí.
Me quedé de piedra, no imaginé qué se podría hacer tantas horas metida en un autobús. En mi caso me hubiera dado tiempo a pensar demasiado, a echar de menos mi casa y a arrepentirme de mi viaje. Lo más seguro es que nada más llegar a Bournemouth, hubiera tomado otro autobús de vuelta.
—Yo soy Elisa —dije al ver que Camille cerraba sin disimulo los ojos.
—Española, ¿verdad? —balbuceó.
—Sí, y tú  francesa, supongo.
—Así es, nos vendrá bien para aprender inglés —comentó espabilándose de pronto y con cierta complicidad—. Ya he visto demasiados franceses por aquí…
—Sí, es un gran problema para los que no lo somos.
—Claro, debe de ser un rollo estar rodeada de gente y no entender ni "papa", ¿qué pasa, que nunca hablan en inglés?
—No mucho, la verdad —me desahogué yo—, y ya ha empezado a ser muy molesto.
—Me lo imagino —asintió ella con ademán de comprenderme.
Después se levantó de la cama, dio un par de vueltas por la habitación y escudriñó con curiosidad cada rincón: el gran armario, el baño (torció la boca al darse cuenta de que no había ducha), las vistas a la playa… Tras su rápida inspección se quitó los zapatos, el gorro y se volvió a lanzar boca arriba sobre la cama.
—¡Vaya, así que esto es Inglaterra! —suspiró hondamente con los ojos clavados en el techo—. Vamos a ver qué tan diferente es de Francia, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—Una semana.
—¿Y qué tal?
—No mal, excepto por lo del francés.
—Ya, menuda faena. ¿De qué parte de España eres? —quiso saber cambiando rápidamente el tema.
—De un pueblecito del sur de Valencia, ¿y tú?
—También de un pueblo, de la región de Lyon.
—¿También necesitabas el inglés?
—Ahora mismo no, pero soy administrativa, por eso siempre me vendrá bien. Aunque confieso que siempre había querido venir a Inglaterra, era como algo que tenía que hacer.
—Como un plan pendiente, ¿no?
—No sólo eso, sino que también la vida en mi pueblo es muy deprimente, como circular, siempre más y más de lo mismo y me empezaba ya a agobiar. Aquello ya no era vida para mí.
Camille se había explicado muy bien, y aunque en aquel momento no me di cuenta, supe después que la había comprendido perfectamente. Yo estaba de alguna manera pasando por lo mismo, y fue después de venir a Inglaterra, cuando me di cuenta de que a mí también me estaba ocurriendo algo muy similar, pero a diferencia de ella, yo aún no lo sabía.
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Con la llegada de Camille, creí que las cosas cambiarían, pero casi, casi, que siguieron igual. Ella era francesa, y aunque se sentía mal conmigo por ser su compañera de habitación, no podía luchar contra todo el bloque franco hablante. Fueron semanas muy deprimentes y en las que mi compañía fueron las portuguesas, mis estudios (mi inglés iba mejorando con los días), mi móvil y el Skype.
Otro grupo cerrado era el de dos parejas que se habían formado entre los estudiantes: Alexia con René y Jean con la dulce Lena, los dos porteros franceses amigos de Oscar, y las dos estudiantes suecas, y con el mayor nivel de inglés de todo el grupo. Algunos decían que ellos sólo las buscaban para poder practicar inglés, ya que se pasaban el día entero con la gran masa francófona. No obstante, siempre intuí que lo suyo no era conveniencia, sino que de verdad estaban enamorados.
De todo aquel mundo en francés casi no tengo detalles, tan sólo trabajo, escuela e intensas y solitarias sesiones de estudio impuestas por mí misma. Tenía que aprovechar el tiempo como me había dicho José Luis y aprender todo el inglés que pudiera; doce semanas no era mucho tiempo y se podían pasar en un suspiro. Por otro lado, también tengo la imagen de las portuguesas hablándome en español acerca de sus vidas en Portugal y de las telenovelas que tanto les gustaban, a Camille viviendo conmigo y a su extravagante forma de ser, el inglés demasiado incomprensible todavía y a muchos extraños a mi alrededor, de entre los cuales, tan sólo tú eras la única motivación de mis días. Yo era extremadamente tímida, y aunque parezca increíble, no había tenido tanta conciencia de ello hasta aquel momento. Nunca  hubiera podido decirte nada, estaba apartada, como un mueble al cual nadie daba importancia, relegada por todos y, además, terriblemente sola. 
Pero hubo dos personas en las que encontré calor, y que con su actitud hacia mí, me recordaban cada día que yo era un ser humano y no un mueble en una esquina. Esas personas fueron Jarko y mi querido Oscar.
De Oscar recuerdo sus espectaculares ojos verdes. Tenía una mirada luminosa y deslumbrante, como si todo su atractivo dependiera de ella, de aquella alegría que emanaba de su inagotable simpatía. Era de Bretaña y había vivido en Australia durante seis meses, llevaba en Inglaterra casi un año. Fue su amistad una de las cosas más valiosas que encontré en Bournemouth y me hizo reír infinidad de veces cuando decía con su divertido acento francés la única frase que conocía en español: "¡un café con leche, por favor!". Una estupidez, la verdad, pero que, llegado el caso, hasta podría haberle resultado útil.
De Jarko siempre recordaré su afabilidad e increíble reserva, raro en alguien de su edad. Siempre estaba cerca de mí, acompañándome en mi aislamiento, yo por ser la única española, y él, el único chico en el grupo de los no franco hablantes. Erais compañeros de habitación y de trabajo, y desde el principio me di cuenta de que teníais una bonita amistad. Pasabais bastante tiempo juntos, y a la hora de nuestras fiestas, siempre buscabas tiempo para hablar con él y que no se sintiera solo. Se notaba que te incomodaba cuando los demás hablaban francés y Jarko estaba presente.
Ahora me viene a la memoria su templanza, su silencio refrescante en medio de la sofocante algarabía.
Así que si Oscar era un día chispeante, Jarko era un atardecer envuelto en pasiva luz tenue.



E-mail 8

ElisaGuz@...com
Una tarde después de clase, decidí a ir a la playa con el firme propósito de sentarme frente al mar y perderme en mi propia compañía.
Me senté sobre la arena, frente al mar, respiré hondo y conseguí por fin relajar mis tensiones. Era una tarde clara y serena, en la que numerosos paseantes se acercaron a la playa para disfrutar de aquel día de otoño con sabor a primavera.
Entonces escuché mi nombre e inmediatamente volví de mí misma.
—¡Hola! Eres Elisa, ¿verdad? —dijo una voz de chica.  Me giré y descubrí a Christin detrás de mí, a su lado, una chica rubia, alta y con el cabello más largo y brillante que había visto jamás. Tan bonito era, que automáticamente recordé los nordic colours que anuncian los tintes, pero con la diferencia de que éste era real, simplemente perfecto.
Aquella chica era Karen.
—Sí, soy yo, ¡hola!
—No estábamos muy seguras de si eras o no, así que nos arriesgamos a llamarte —comentó amablemente Karen.
 —Íbamos a ver las carteleras del cine para ir esta semana, ¿quieres venir con nosotras? —me invitó Christin.
Vivíamos juntas en el Liverpool, ellas eran camareras y yo limpiadora, así que apenas las conocía y sólo coincidíamos por las noches, durante los cortos ratos de  la cena. Su inglés era tremendamente fluido, tanto, que me daba terror quedar como una cateta a su lado. Ya para entonces estaba bastante harta de sentirme siempre en desventaja ante todo el mundo por culpa del dichoso temita del idioma.
Pero a pesar de aquel complejo infantil, accedí, no sin antes pedirles que me repitieran alguna que otra frase.
—Espero que las carteleras sean buenas esta semana —comentó Karen al tiempo que se ponía un llamativo guante de color verde.
—¿Podéis entender las películas del cine? —pregunté esperándome lo peor.
—No te creas que tanto, sobre el sesenta y cinco o setenta por ciento de lo que dicen —contestó Christin.
—Hablar es más fácil —añadió Karen.
—Sí, primero entenderás a los extranjeros y después a los nativos, funciona siempre así.
Todavía veo aquella imagen, yo en medio de las dos y cada una más o menos un palmo más altas que yo, sobre todo Karen, que era incluso más alta que Christin.
Ambas compartían habitación en el Liverpool, la número 61.
Karen era danesa, rubia platino, ojos azules claros y de talante desenfadado y vivaz. Nada voluptuosa en su contextura, que era  por el contrario más bien fibrosa y atlética.
Christin venía de Alemania, rubia, aunque no tanto como su compañera, de piel sonrosada, cabello ligeramente ondulado y contextura menos esbelta que la de Karen, aunque sí mucho más femenina; poseía unos ojos en tono azul oscuro, semejantes a zafiros y que resaltaban bajo sus largas pestañas.
Volviendo desde la playa cruzamos los Lower Gardens, y tras ellos, The Square, hasta que llegamos al multicine. Una vez allí, ojeamos las carteleras, pero ninguna nos convenció; sobre todo a ellas, porque a mí me daba un poco igual, a fin de cuentas, si ellas entendían setenta por ciento, lo mío seguro que no llegaría ni al veinte.
Tras nuestra visita al multicine, volvimos a casa. Cruzamos The Arcade, llegamos a la ya conocida Comercial road, escenario de mi inolvidable primer encuentro contigo, y de ahí, hasta el Liverpool.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —pregunté sin dirigirme a ninguna en concreto.
—Llegamos casi a la vez, hace más o menos dos meses, aunque yo no estoy con el plan de doce semanas, sino con el de veinticuatro —contestó Karen lanzando un bufido que me sonó más a tedio que a entusiasmo.
—¿Seis meses? No sabía que hubiera planes más largos que los de tres  —dije con sorpresa.
—Sí, e incluso los hay también de menos de tres meses —añadió Christin.
—A mí me hubiera gustado uno de dos o tres, pero mis padres insistieron en éste de medio año, así que pagaron más y me obligaron a estar atada por más tiempo, quieren que cuando vuelva a casa mi inglés sea, por lo menos, la mitad de bueno que el suyo.
—¿Tus padres lo hablan muy bien?
—Si yo te contara... son casi bilingües  —respondió Karen con desdén.
—¡Pero si el tuyo es muy bueno! Yo me sentiría más que satisfecha con tu nivel —opiné arqueando las cejas hasta el infinito.
—Puede ser, pero no lo suficiente para Dinamarca.
—¿Cuántos años tienes? —pregunté de pronto llena de curiosidad.
—Dieciocho.
—¿Y tú, Christin?
—Veintiuno, aunque suelen echarme uno o dos más —rió despreocupadamente—, ¿y tú?
—Veintiuno también.
—¿Es la primera vez que estás fuera de tu casa? —inquirió Christin.
—Sí, en junio terminé mi carrera y he venido sólo por el inglés.
—¿Has acabado la universidad? —intervino entonces Karen muy impresionada, devorándome con los ojos como si yo fuera un espécimen.
—Sí, aún no me lo creo —asentí soltando un hondo suspiro de satisfacción.
—¿Y qué estudiaste? —prosiguió ella sin abandonar su sorpresa.
—Filología Hispánica
Wow! ¡Qué pasada! ¿Para enseñar español?
—Imagino que sí, que sería para eso… —respondí yo sin saber muy bien qué contestar e inmediatamente acudió a mi memoria la idea de José Luis de enchufarme en el banco, intenté entonces desviar la atención de mí— ¿Y qué hay de vosotras?
—Yo acabé el instituto en junio también y el año que viene estudiaré algo, no sé el qué; este año es "mi año sabático" —explicó Karen levantando y extendiendo los brazos en señal de libertad.
"Año sabático", era curioso, pero jamás se me habría ocurrido algo así y confieso que me dio cierta envidia. Reí para mis adentros al ver a Karen y pensar a su vez en José Luis, se habría caído para atrás ante la sola idea de parar todo un año tan sólo por el hecho de parar. Seguro que le habría puesto a Karen el cartel de "vaga" sin más preámbulos ni reparos.
—¿Y tú, Christin?
—Yo no sé lo que haré, quizás siga viajando y aprendiendo otras lenguas, no quiero ir a la universidad.
Aquello me sorprendió también, aunque en menor escala, a fin de cuentas, yo sabía que el ir a la universidad no era opción para todo el mundo, pero siempre me resultaba un tanto desconcertante la postura de las personas que: "no sabían qué hacer con sus vidas", o que sin más: "harían lo que les apeteciera", aunque desde hacía un tiempo, yo también había empezado a plantearme lo mismo. Volví a sentir envidia por algo que yo nunca me hubiera atrevido a hacer, pero que quizás, sí que habría deseado alguna vez. El darme un tiempo viviendo en el limbo sin que nadie me obligara a tomar uno u otro camino. Sin tantas prisas. Desde siempre supe que iría a la universidad al igual que lo hicieron mi madre y mi hermana, y cuando terminé, ahí estaba José Luis para trazar mi camino y saber lo que era mejor para mí. Yo por mi parte me dejé llevar desde mi posición comodona y pelele. Pero fue sin duda desde que puse mis pies en aquel lugar y empecé a andar sola por aquel sendero, cuando empecé a escuchar el murmullo de mi propia voz.

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